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Gabriel Batistuta, el goleador que quería ser mecánico

El excrack argentino cumplió ayer 50 años de edad. En su pueblo pensaba en los alfajores y en disfrutar de una infaltable Fanta fresca.
Sabado, 02 de febrero de 2019 01:13

Hacía un rato que la cena había terminado y bastante más que habían entrenado. Con paso cansino y de a poco, el plantel abandonó el comedor del Babson College, en Boston, rumbo a las habitaciones. Ya en la suya, Gabriel Batistuta se descalzó, se quitó la remera de entrenamiento, el pantalón y se lavó los dientes. Tomó sus botines y los empapó en la pileta del baño.
Sentado sobre un lado de su cama, mientras cruzaba las últimas palabras de la noche con Claudio Caniggia, se los puso. Apagó la luz y esperó que el agua hiciera lo suyo: ablandar el cuero durante la noche.
Gabriel Batistuta nació el 1° de febrero de 1969 en Avellaneda, a 5 kilómetros de Reconquista, provincia de Santa Fe. Entre ambas localidades alcanzan los 100 mil habitantes. Es el hermano mayor de tres mujeres, el hijo de Gloria y Omar, un hombre de campo, de seis de la mañana, heladas y uñas en tierra.
El compromiso de su padre con el trabajo le marcó clarísimo el futuro: Gabriel no quería trabajar así, con esos horarios. Él quería poder faltar a su trabajo. “Si me duele la cabeza, falto”, pensaba. Entonces pensó en autos: sería mecánico y tendría su propio taller. El conocimiento lo tenía porque había egresado de una escuela técnica, sabía de electromecánica y, además, era muy bueno en Matemáticas.
Mientras diagramaba su futuro de motores y fosas, una selección juvenil argentina llegó a Reconquista en busca de un adversario. El partido que habían arreglado en otra ciudad se había suspendido y tenían que entrenar donde fuera. Reconquista improvisó el equipo de once con todo lo que tenía de su fútbol y ganó 2 a 1. Los goles los hizo un pibe de 17 años un tanto excedido de peso, pero con una patada de búfalo. Eso lo vio Bernardo Griffa, un cazatalentos de unos kilómetros más allá: Rosario, Newell’s Old Boys.
El gordo‘, como lo llamaría siempre Marcelo Bielsa, ni pensaba en ser futbolista. Pensaba en el taller mecánico, en la tranquilidad de su pueblo, en los alfajores y en la Fanta que tomaba como si fuera el último día de las gaseosas en la Tierra.
En Reconquista no se hablaba de grasa versus masa muscular, ácido láctico y regenerativo. Pero Argentina empezaba a vivir la debacle del Plan Austral, que ya no contenía la inflación. La oferta de Griffa de irse a Newell’s encontró en la situación económica a un aliado. Batistuta no hubiese ido de no ser porque el fútbol aparecía como una salida laboral.
Play
En la pensión de Newell’s dice que le daban ‘cinco ravioles‘. ‘Los demás (Fernando Gamboa, Toto Berizzo, Darío Franco), si tenían hambre, pedían otro plato. Yo no podía‘.
Batistuta, el gordo, tenía hambre, estaba lejos de su casa y ni siquiera descansaba bien: la pensión estaba debajo de una de las tribunas de la cancha de Newell’s. Cada tanto, en una gresca, la hinchada visitante rompía los vidrios. Qué frío, qué calor y qué mosquitos entraban por allí. Cómo recuerda esos mosquitos.
La primera mañana que despertó en la pensión vio conos rojos y verdes y palos de escoba. ¿O eran estacas? Puede que fuesen escobas que hacían de estacas, cree. Marcelo Bielsa, de 28 años, ya tenía preparado el entrenamiento. Para acá, para allá, para acá, para allá. Además de cortar el pasto y limpiar vidrios el club le pagaba por esa tarea-, Batistuta había empezado a entrenar. Antes solo jugaba a la pelota.
Cuando adelgazó los primeros tres kilos, Bielsa lo recibió con un premio en el entrenamiento. ‘Ahora los podés comer‘, le dijo, mientras le pegaba un manotazo a una caja de alfajores que le había llevado de regalo.
Recién al año y medio de estar en Newell’s, Batistuta sintió que podía vivir del fútbol. Pero un miedo lo acompañó toda la carrera: quebrarse. Entonces los tobillos no dolían. No tanto como al cabo de unos años.
En el afán de jugar, golear y ganar, el pibe de veintipico se infiltraba para entrar a la cancha. Años después diría que hubiese jugado la mitad de partidos que jugó, porque los hubiese jugado mejor. También muchos años después, en un ruego, pediría que le amputaran las piernas. Sin cartílagos, los huesos raspaban contra huesos. El cuerpo descansaba sobre lanzas.
El 25 de septiembre de 1988 debutó en primera división contra San Martín, en Tucumán. Newell’s estaba jugando la Copa Libertadores y la lesión del delantero Jorge Gabrich lo puso a Batistuta en cancha: a menos de un mes de debutar en primera jugó un partido de semifinales. Fue con San Lorenzo y convirtió un gol. Y no paró. El fútbol ya era su trabajo. River le echó el ojo al santafesino de juego más efectivo que vistoso, con un tranco de pisadas de yunque, pero con un misil en la derecha. Y lo compró.

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Hacía un rato que la cena había terminado y bastante más que habían entrenado. Con paso cansino y de a poco, el plantel abandonó el comedor del Babson College, en Boston, rumbo a las habitaciones. Ya en la suya, Gabriel Batistuta se descalzó, se quitó la remera de entrenamiento, el pantalón y se lavó los dientes. Tomó sus botines y los empapó en la pileta del baño.
Sentado sobre un lado de su cama, mientras cruzaba las últimas palabras de la noche con Claudio Caniggia, se los puso. Apagó la luz y esperó que el agua hiciera lo suyo: ablandar el cuero durante la noche.
Gabriel Batistuta nació el 1° de febrero de 1969 en Avellaneda, a 5 kilómetros de Reconquista, provincia de Santa Fe. Entre ambas localidades alcanzan los 100 mil habitantes. Es el hermano mayor de tres mujeres, el hijo de Gloria y Omar, un hombre de campo, de seis de la mañana, heladas y uñas en tierra.
El compromiso de su padre con el trabajo le marcó clarísimo el futuro: Gabriel no quería trabajar así, con esos horarios. Él quería poder faltar a su trabajo. “Si me duele la cabeza, falto”, pensaba. Entonces pensó en autos: sería mecánico y tendría su propio taller. El conocimiento lo tenía porque había egresado de una escuela técnica, sabía de electromecánica y, además, era muy bueno en Matemáticas.
Mientras diagramaba su futuro de motores y fosas, una selección juvenil argentina llegó a Reconquista en busca de un adversario. El partido que habían arreglado en otra ciudad se había suspendido y tenían que entrenar donde fuera. Reconquista improvisó el equipo de once con todo lo que tenía de su fútbol y ganó 2 a 1. Los goles los hizo un pibe de 17 años un tanto excedido de peso, pero con una patada de búfalo. Eso lo vio Bernardo Griffa, un cazatalentos de unos kilómetros más allá: Rosario, Newell’s Old Boys.
El gordo‘, como lo llamaría siempre Marcelo Bielsa, ni pensaba en ser futbolista. Pensaba en el taller mecánico, en la tranquilidad de su pueblo, en los alfajores y en la Fanta que tomaba como si fuera el último día de las gaseosas en la Tierra.
En Reconquista no se hablaba de grasa versus masa muscular, ácido láctico y regenerativo. Pero Argentina empezaba a vivir la debacle del Plan Austral, que ya no contenía la inflación. La oferta de Griffa de irse a Newell’s encontró en la situación económica a un aliado. Batistuta no hubiese ido de no ser porque el fútbol aparecía como una salida laboral.
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En la pensión de Newell’s dice que le daban ‘cinco ravioles‘. ‘Los demás (Fernando Gamboa, Toto Berizzo, Darío Franco), si tenían hambre, pedían otro plato. Yo no podía‘.
Batistuta, el gordo, tenía hambre, estaba lejos de su casa y ni siquiera descansaba bien: la pensión estaba debajo de una de las tribunas de la cancha de Newell’s. Cada tanto, en una gresca, la hinchada visitante rompía los vidrios. Qué frío, qué calor y qué mosquitos entraban por allí. Cómo recuerda esos mosquitos.
La primera mañana que despertó en la pensión vio conos rojos y verdes y palos de escoba. ¿O eran estacas? Puede que fuesen escobas que hacían de estacas, cree. Marcelo Bielsa, de 28 años, ya tenía preparado el entrenamiento. Para acá, para allá, para acá, para allá. Además de cortar el pasto y limpiar vidrios el club le pagaba por esa tarea-, Batistuta había empezado a entrenar. Antes solo jugaba a la pelota.
Cuando adelgazó los primeros tres kilos, Bielsa lo recibió con un premio en el entrenamiento. ‘Ahora los podés comer‘, le dijo, mientras le pegaba un manotazo a una caja de alfajores que le había llevado de regalo.
Recién al año y medio de estar en Newell’s, Batistuta sintió que podía vivir del fútbol. Pero un miedo lo acompañó toda la carrera: quebrarse. Entonces los tobillos no dolían. No tanto como al cabo de unos años.
En el afán de jugar, golear y ganar, el pibe de veintipico se infiltraba para entrar a la cancha. Años después diría que hubiese jugado la mitad de partidos que jugó, porque los hubiese jugado mejor. También muchos años después, en un ruego, pediría que le amputaran las piernas. Sin cartílagos, los huesos raspaban contra huesos. El cuerpo descansaba sobre lanzas.
El 25 de septiembre de 1988 debutó en primera división contra San Martín, en Tucumán. Newell’s estaba jugando la Copa Libertadores y la lesión del delantero Jorge Gabrich lo puso a Batistuta en cancha: a menos de un mes de debutar en primera jugó un partido de semifinales. Fue con San Lorenzo y convirtió un gol. Y no paró. El fútbol ya era su trabajo. River le echó el ojo al santafesino de juego más efectivo que vistoso, con un tranco de pisadas de yunque, pero con un misil en la derecha. Y lo compró.

 

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