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Aguafuertes del siglo XXI

Domingo, 24 de febrero de 2019 00:00

La luz tenue de la madrugada coloreaba las ventanas de los rascacielos rioplatenses, y cuanto más alto el sol se elevaba sobre la cúpula celeste, la claridad descendía lentamente y se esparcía por toda la ciudad, colonizándola.

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La luz tenue de la madrugada coloreaba las ventanas de los rascacielos rioplatenses, y cuanto más alto el sol se elevaba sobre la cúpula celeste, la claridad descendía lentamente y se esparcía por toda la ciudad, colonizándola.

Amanece en todo el continente, es domingo y Buenos Aires duerme. Duerme con las persianas bajas, las cortinas corridas, el edificio en silencio, las veredas sin los porteros, con los negocios cerrados, las florerías sin flores, duerme el indigente bajo techo, duermen las calles sin colectivos, y en plaza Vicente López reina el sosiego sin los peatones, sin abuelos, sin perros, sin los niños con la niñera y sin el placero.

Amanece también sobre los restos de una noche agitada, sobre la basura que desechan los cartoneros, colillas de cigarrillos, un zapato con taco, botellas, un par de ojotas viejas, un peine y un monedero.

Duerme la ciudad, y a puertas cerradas cada quien se recupera de sus propias noches. Callao en silencio no parece Callao.

Se escucha un canto a lo lejos que dice "me entrego al vino porque el mundo me hizo así, no puedo cambiar", y por Quintana hasta La Biela caminan en curda una banda de jóvenes trasnochados, toman el aire de una botella, la arrojan a la calle y uno de ellos canta "piden queso, les dan hueso, piden vino y, sí les dan, se marean y se van" y estallan en carcajadas, se abrazan, intentan cantarla de nuevo, descompaginan, se ríen sin parar, lo vuelven a intentar y a lo alto se escucha un grito: ­Silencio! Uno de ellos empieza a correr y los demás escapan en dirección a Plaza Alvear.

Busco en mi celular el tema que cantaban los jóvenes fugitivos.

Los auriculares transmiten con tanta fidelidad, que me transportan años atrás a un recital de rock donde escuché por primera vez Mi enfermedad. El recuerdo de aquella noche de sobredosis de endorfinas se apoderó de mi mente y la alegría, que andaba lejos, volvió de golpe y de un brinco se me instaló en el cuerpo.

En ese rapto de euforia comencé a correr y llegué volando a la plaza, miré de reojo el cementerio, estaba cerrado y la iglesia, parecían muertos, me pregunté por qué donde hay una cosa, siempre está la otra. Tomé el sendero donde los artesanos instalan los domingos sus coloridos puestos. Había muy pocos a ésa hora, se los veía conversar y compartir un mate mientras armaban los gazebos.

Una imagen, un presentimiento, una música, una letra o un texto, alguna cosa intentaba abrirse paso en mi mente pero no le hice caso, en ése momento prefería una canción más que al psicoanálisis.

Levanté el volumen, crucé el puente hasta la facultad de Derecho y me detuve ante las majestuosas columnas dóricas que, según narra la leyenda, si un alumno las cuenta recaerá sobre él la maldición de no lograr jamás recibirse de abogado.

Agrega el presagio que similar desgracia ocurrirá a quienes ingresen a la facultad por ese frente, y créase o no, los aspirantes a juristas entran y salen del edificio por puertas laterales, mientras la fachada ostenta sobre la avenida, su robustez solemne, solitaria y pétrea.

Bajé los escalones titubeando. ¿Debía o no contar las columnas?, ¿que pasaría si las contaba?, ¿y para qué contarlas? Solo por curiosidad ¿me aporta algo? Nada -me respondo a mí misma- ni a mi profesión ni a mi vida, puedo vivir sin saber cuántas columnas hay, son dóricas y eso sí vale la pena saber. ¿Y por qué no contarlas?. Estoy creyendo una superstición, vaya a saber el origen de esa falacia y ... ¿si es verdad? ­Las cuento! al fin y al cabo no soy estudiante de abogacía ¿y si ocurre una desgracia? Las desgracias ocurren igual... pero, por las dudas decido no contarlas. Sé que la superstición le ganó la pulseada a la inteligencia, me siento derrotada y mientras bajo hacia Figueroa Alcorta, me desquito contando los escalones. Quiero girar para ver las columnas, pero un mal presagio irlandés me advierte de no volver jamás la vista atrás, y le hago caso como a un amo.

Basta escuchar una revelación de ésas, para que la sugestión la convierta en un credo incuestionable, aún a pesar de los esfuerzos de la razón para vencer al rebelde adversario instalado en lo imaginario, en ése plano que debiera mantenerse como un súbdito de la inteligencia y del juicio, y sin embargo, es el reservorio más potente en el que anidan ilusiones, fantasías, y ficciones.

Quizás por ello el orden mental de lo imaginario, el terreno de todos los ideales, de las suposiciones, creencias y sugestiones, de fantasmas y de prejuicios, esa fábrica de sensaciones anárquica e indomable, ha dejado de ser un vasallo de la razón, para convertirse en el amo de éste nuevo tiempo. Lo imaginario designa un nuevo modo de estar en el mundo y arrastra consigo comportamientos imposibles de evaluar con los viejos paradigmas; excéntricas y erráticas, surgen a borbotones las nuevas personalidades del siglo XXI.

Cruzo de vereda y veo a Floralis, la moderna y brillante escultura de una flor metálica con inmensos pétalos de toneladas de acero donado por una empresa de aeronaves. La idea de que nada se pierde y que todo se transforma me representa la sustitución de un cementerio de aviones convertidos en miles de kilos de metal destinados a obras de arte. Son casi las diez de la mañana y noto que el parque va llenándose de gente, aunque son pocos los autos que circulan por las calles.

Pasan corriendo dos hombres muy bronceados, con cuerpos esculturales, ambos de negro, con gorra, musculosa, reloj y zapatillas, todo con el logo de una misma marca de indumentaria deportiva. Llevan puestos auriculares y lentes espejados. Corren callados y al mismo ritmo, como relojes a cuerda, tan bien coordinados que parece un entrenamiento: al mismo tiempo giran, cruzan la avenida y con el mismo movimiento saltan a la vereda. La piel les brilla, como los pétalos inertes y metálicos de Floralis.

Tenía poca agua en la botella y el sol me calcinaba la cabeza. Faltaban apenas unas cuadras para llegar a la plaza de la República de Irán, un espacio verde y sombreado con palmeras altísimas donde casi siempre hago mi primer descanso.

Me recosté bajo la sombra, al rato me sentí mejor y cuando abrí los ojos con gran sorpresa veo por primera vez una inmensa columna con dos cabezas de bueyes en el capitel. 

La deslumbrante obra de arte, supe después, es una réplica del templo persa y representa la fuerza.

Recuperé mis propias fuerzas y llegué hasta un lago en los bosques de Palermo donde un mundo de gente daba vueltas a su alrededor en patines, trotando, en skaters y en bicicletas. Eran casi las 11 de la mañana; cargué la botella con agua y atravesé los bosques en dirección a Libertador. 

Bajo los árboles, la gente extiende sus manteles, escuchan música y otros duermen al sol. 

En las callejuelas hay autos estacionados y en medio de éstos, los restos de una noche más que agitada: jeringas y profilácticos. 

Se escucha una canción de fondo, pasa una moto y la pierdo, la busco de nuevo, se hace un silencio en el bosque y la vuelvo a encontrar, reconozco los acordes, el estribillo y a la banda que cantaba a todas voces “y te seguí los pasos hasta que tu locura me comenzaba a destruir... y me alejé de ti, suerte que te perdí”. 

Entonces supe que aquello que pujaba por salir cuando pasé por la iglesia del Pilar, era esta canción, la que mejor describe un recuerdo imborrable de la adolescencia “...fuimos a una iglesia en madrugada, estabas tan desesperada, creo que querías cambiar y como nadie vino a abrir la puerta, te diste media vuelta diciendo Dios aquí no está”

El sol y el calor invadieron la ciudad.

Buenos Aires radiante, ilumina los contrastes donde conviven la inmutable rigidez de las columnas con la versátil condición humana, la naturaleza pura de los bosques con los atletas cibernéticos, las personalidades sin columna vertebral, con bueyes sostenidos por una columna, y el sosiego de una mañana calma y soleada, con los desechos de un eufórico sábado por la noche.

 

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