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Un despido masticable

Miércoles, 13 de marzo de 2019 01:46

Recientemente, en los autos “Luna Sebastián Ariel c/ Falabella S.A. s/ despido”, la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo determinó que la ingesta de un chicle no imposibilita la continuidad de la relación laboral, en tanto tal actitud pudo ser corregida con una sanción menor. La causa se originó luego que la empresa decidió rescindirle el contrato a un trabajador, invocando falta de confianza, porque fue captado por las cámaras de seguridad comiendo un chicle de un paquete que correspondía a mercaderías de descarte y su obligación, según la demandada, era dejarlos en un depósito para su posterior destrucción. Además, repartió chicles entre otros trabajadores, lo que -según la empresa- puso en riesgo la salud de sus compañeros. 
Los camaristas expresaron que “la pérdida de confianza es una expresión que refleja un sentimiento subjetivo de quien la emite, de modo que no constituye un supuesto autónomo de causa justa del despido”.
Los jueces consideraron también que se trataba de un “error mínimo”, sobre todo teniendo en cuenta que el despedido trabajaba hace siete años en la empresa y nunca recibió otras sanciones. En ese sentido, resolvieron condenar a la empresa demandada a abonar las indemnizaciones correspondientes al despido injustificado.
La empresa argumentó que el trabajador habría “faltado a expresos protocolos de trabajos e instrucciones precisas”, pero nos interesa en esta columna “masticar” la sentencia refiriéndonos específicamente al intragable chicle.

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Recientemente, en los autos “Luna Sebastián Ariel c/ Falabella S.A. s/ despido”, la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo determinó que la ingesta de un chicle no imposibilita la continuidad de la relación laboral, en tanto tal actitud pudo ser corregida con una sanción menor. La causa se originó luego que la empresa decidió rescindirle el contrato a un trabajador, invocando falta de confianza, porque fue captado por las cámaras de seguridad comiendo un chicle de un paquete que correspondía a mercaderías de descarte y su obligación, según la demandada, era dejarlos en un depósito para su posterior destrucción. Además, repartió chicles entre otros trabajadores, lo que -según la empresa- puso en riesgo la salud de sus compañeros. 
Los camaristas expresaron que “la pérdida de confianza es una expresión que refleja un sentimiento subjetivo de quien la emite, de modo que no constituye un supuesto autónomo de causa justa del despido”.
Los jueces consideraron también que se trataba de un “error mínimo”, sobre todo teniendo en cuenta que el despedido trabajaba hace siete años en la empresa y nunca recibió otras sanciones. En ese sentido, resolvieron condenar a la empresa demandada a abonar las indemnizaciones correspondientes al despido injustificado.
La empresa argumentó que el trabajador habría “faltado a expresos protocolos de trabajos e instrucciones precisas”, pero nos interesa en esta columna “masticar” la sentencia refiriéndonos específicamente al intragable chicle.

La savia del chicozapote

Les confieso que he descubierto que entre los varios idiomas que domino también puedo considerarme un experto en lengua náhuatl, al menos tengo incorporadas varias palabras con ese origen: tomate, chocolate, chile, chapulín, chamaco, cayote, coyote, aguacate y, por supuesto, chicle. El chicle (tzictli) se produce de la sabia de un árbol que abunda en el sur de México: el chicozapote. Los Mayas y los Aztecas lo usaban para las encías, pero también como una especie de “pegalotodo”. Pero ya en la antigua Grecia los filósofos animaban a sus alumnos a mascar unas resinas para lograr mayor concentración mental. A mí me pasó exactamente al revés. Muchos dicen que es difícil dejar de fumar, no es cierto: yo lo he hecho como 20 veces. En una oportunidad reemplacé las cajas de 10 paquetes de cigarrillos que tenía infaltablemente en el auto, en la oficina y en mi casa, por tres cajas de morrocotudos chicles. Un verano, hace tres décadas, entré en el aula a dar mis clases de Derecho Laboral sin advertir que continuaba con el tremendo acullico chiclero en la boca. Intenté dar la clase, pero las palabras salían en globitos. Tomé la audaz (y antihigiénica) decisión de quitar el chicle de mi boca y pegarlo -sin preámbulos- debajo del escritorio. Luego de efectuar la disimulada maniobra de extraer el chicle de mi boca, fue que, al pegarlo, no solo quedó el susodicho chicle adherido al escritorio sino también a mis dedos. Era verano. Disimuladamente, con la otra mano comencé a raspar el pegadizo elemento. Mientras, seguía impávidamente dando la clase. Lo único que logré fue que la otra mano se convirtiera en cómplice del ilícito, obteniendo un triángulo que unía el escritorio con mano izquierda y mano derecha. Pero como no hay tres sin cuatro conseguí que el saco de mi traje no quedara ajeno a este ajetreo. Llegado este bochornoso punto no tuve más remedio que interrumpir la clase y pedir auxilio antes de quedar irremisiblemente atrapado y engullido por las redes del producto del chicozapote. El lector se preguntará ¿qué tiene esto que ver con el derecho laboral? Nada. Salvo que por suerte- en esa época no existían cámaras de video (como en el fallo que vimos), de otra manera, no solo nos estaríamos riendo, sino también preguntando si es causal de despido que un profesor entre el aula mascando chicles y haciendo semejante zafarrancho.
 

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