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La ciencia y el arte tienen un soporte común: la creatividad. El artista no crea de la nada; el científico, tampoco. En la ciencia como en el arte crear equivale a elaborar una construcción innovadora, un nuevo orden a partir de elementos preexistentes.
Tanto el creador artístico como el científico son personas capaces de creación de tipos estéticos. El hombre capaz de crear es aquel que en lugar de negar su personalidad, aspira a poseerse él mismo por entero con sus armonías y disonancias, se fascina con la paradoja y la contradicción, sabe que tras una confusión hay un orden no encontrado.
La obra de arte es un descubrimiento o un invento que se oferta para el disfrute, mientras que la ciencia procura soluciones a los problemas del hombre. La construcción científica "se eleva a menudo sobre las ruinas de teorías que pasan por indestructibles" y que "no hay cuestiones agotadas, sino hombres agotados por las cuestiones" (Santiago Ramón y Cajal, en sus Reglas y Consejos sobre Investigación Científica).
Los insumos de la creatividad en ciencia como en el arte son la curiosidad y el entusiasmo, el asombro y la satisfacción por el trabajo bien hecho.
Cuando se intuye la importancia y la trascendencia de lo conseguido se instala el gozo pleno de los sentidos y el puro deleite intelectual ante un nuevo descubrimiento.
Eureka!
El acto de descubrir es tan grande que se justifica aquella sublime locura de Arquímedes que, fuera de sí por la resolución de un problema profundamente meditado, salió casi desnudo de su casa lanzando el famoso Eureka: "Lo he encontrado!" Newton se emocionó al ver confirmada por el cálculo, y en presencia de los nuevos datos aportados por Picard con la medición de un meridiano terrestre, su intuición genial de la atracción universal; la sobrehumana satisfacción que debió experimentar Colón al oír el grito de "Tierra! Tierra!" lanzado por Rodrigo de Triana.
El artista y el científico construyen un nuevo orden, al que consagran sus vidas. Ambos revelan la verdad e iluminan nuestro sueño.
A principios del siglo XIX la cultura literaria y la científica aún estaban unidas, no existía la disociación de sensibilidades que no tardaría en sobrevenir. Se originó un nuevo optimismo como hallarse en la cresta de una nueva e inmensa ola de poder científico y tecnológico, un poder que prometía o amenazaba con transformar el mundo.
Sin embargo, la maravilla del análisis espectral, del análisis a distancia, también tuvo repercusiones literarias. Dickens escribió: "Nuestro amigo común" (en 1864, cuatro años después de que Bunsen y Kirchhoff impulsaran la espectroscopia), y en ese libro Dickens imaginaba un "espectroscopio moral" mediante el cual los habitantes de galaxias remotas podrían analizar la luz procedente de la tierra y medir el bien y el mal que contenía, el espectro moral de sus habitantes.
El interés predominante en la ciencia es una pasión por el orden, por la belleza formal pensada para durar toda la eternidad; se siente una especie de éxtasis ante la belleza formal e intelectual del universo sin dejar de anhelar lo humano, lo personal. La idea de que los elementos inorgánicos sean invariables y estables son, psicológicamente hablando, puntos fijos, anclas, en un mundo inestable lleno de incertidumbres.
Marie Curie hablaba y escribía en forma lírica acerca de la pechblenda (mineral radioactivo rico en uranio) y la radioactividad. Leibniz, que era filósofo, se preguntó si la luz incandescente del fósforo podría utilizarse para iluminar el interior de las casas por la noche. Boyle había llamado a su laboratorio un "Elíseo"; Hertz se había referido a la química como "un país de las hadas encantado". Thomas Mann nos ofrece una hermosa descripción de los jardines de silicio en Doctor Fausto.
En un Shakespeare encontramos la naturaleza idealizada en poesía, a través del poder creativo de una meditación profunda y observadora, de todos los caracteres humanos y de su contexto social y político.
Coleridge fue el escritor que renovó su repertorio de metáforas con imágenes procedentes de la química. Goethe le dio una connotación erótica a la expresión química afinidades electivas; Keats, que tenía conocimientos de medicina, solía disfrutar con las metáforas químicas. Eliot, en "Tradición y talento individual", utiliza metáforas químicas de principio a fin, culminando en una espléndida metáfora davyana al explicar la mente del poeta: "La analogía es la de la catálisis... La mente del poeta es el trozo de platino".
Medicina y arte
Los médicos suelen desarrollar su lado artístico como sublimación de las limitaciones que encuentran en la medicina, o como una forma de evasión. David Hilfiker, médico de familia norteamericano, lo expresa claramente en esta frase: "La Medicina es mi raíz, la literatura son mis alas".
La especial relación entre medicina y arte queda bien reflejada también en las opiniones de exitosos escritores: A.J. Cronin ("Las llaves del Reino", entre otras obras) y Somerset Maugham (especialmente su novela autobiográfica "Servidumbre humana"). Ambos fueron médicos y afirmaban: "no habría escrito los libros que publiqué si no hubiera ejercido 11 años de médico” (Cronin), “no hay mejor escuela para un escritor que haber ejercido la práctica de la medicina” (Maugham). Antón Chejov, el gran dramaturgo ruso, compartió la medicina con la literatura y fue exitoso en ambas. Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, personaje que lo superó en fama, abandonó su carrera de oftalmólogo ante el éxito de sus obras de ficción; tal vez puede haber influido el hecho de ser médico, en lograr una obra de merecido éxito en que su héroe, Sherlock Holmes, hace gala de un sorprendente poder de análisis, detallismo, abstracción y deducción, características que envidiaría un buen médico.
Marcel Proust no fue médico, pero prácticamente actuó como tal en su rol de escritor: hijo y hermano de destacados médicos, plasmó su monumental obra “En búsqueda del tiempo perdido”, con múltiples ejemplos de condiciones o signos médicos, hechos que sin duda la enriquecieron. La creatividad, la emoción, la inteligencia, la sensación de movimiento son construcciones cerebrales, de manera análoga al color y a la profundidad.
La creatividad no puede darse en un mundo alucinado o alienado, oprimido o carente de libertad; la creatividad se basa en la reestructuración permanente de los datos elementales preconscientes que están en la base de todo gran descubrimiento o de toda creación artística de envergadura.La capacidad creadora interesó siempre a filósofos y artistas; más recientemente a los hombres de ciencia, economistas, militares y políticos. Actualmente, el poder defensivo y el nivel de desarrollo de un país depende, en gran medida, de la capacidad creadora de sus hombres de ciencia y sus tecnólogos, que no difiere sustancialmente de la del artista; en ambos casos se vincula creatividad y pensamiento.
No hay creación sin formación, sin conocimiento y empleo de las técnicas, es decir, dominio del oficio; sin dura, tenaz y rigurosa disciplina; sin trabajo, sin sudor, sin una dosis de irracionalidad, sin una tensa implosión de la realidad, sin respeto por uno mismo y sin la intención de escrutar los propios fantasmas. El creador es una figura contradictoria en la que sobresalen lo instintivo y lo apolíneo, el subconsciente ciego y la razón luminosa; lleva en sus flancos incurables heridas y su tiranía es el uso vertiginoso de la libertad. El conformismo inhibe la capacidad de creación. Crear es querer apropiarse del misterio y develarlo; es combatir más allá de las fronteras atisbando un porvenir a través de un horizonte ilimitado.