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Los virreyes debían rendir cuentas

El “juicio de residencia” fue una institución de la monarquía para que sus funcionarios “hagan y administren justicia, procuren felicidad a nuestros vasallos, entiendan todo lo que conviene al sosiego, quietud, ennoblecimiento y pacificación”.
Viernes, 10 de mayo de 2019 20:42

Érase un tiempo remoto, en que unos reyes que habitaban la península hispánica pergeñaron un sistema legal que permitía evaluar y juzgar las acciones de sus funcionarios al término de su mandato; desde virreyes, presidentes de audiencia, gobernadores, alguaciles, entre otros funcionarios implicados en la conducción de los territorios ultramarinos. Este procedimiento se denominaba “juicio de residencia”, y consistía en revisar todo lo actuado y escuchar todos los cargos que hubiese en su contra.

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Érase un tiempo remoto, en que unos reyes que habitaban la península hispánica pergeñaron un sistema legal que permitía evaluar y juzgar las acciones de sus funcionarios al término de su mandato; desde virreyes, presidentes de audiencia, gobernadores, alguaciles, entre otros funcionarios implicados en la conducción de los territorios ultramarinos. Este procedimiento se denominaba “juicio de residencia”, y consistía en revisar todo lo actuado y escuchar todos los cargos que hubiese en su contra.

El juicio de residencia consistía en un procedimiento destinado a determinar la conducta del funcionario en el desempeño de su oficio. El objeto del juicio no era solamente el castigo de los abusos o arbitrariedades, sino que a través del mismo se exaltaba, si correspondía, la buena conducta del residenciado, lo que significaba un valioso antecedente para aspirar a ascensos burocráticos y otras mercedes que podría beneficiarse.

La totalidad de los servidores del rey estaban obligados a someterse a residencia al término de sus mandatos, pero también, cabe considerar que la acción podía ser promovida en cualquier momento y aún, fue establecida periódicamente para los oficios perpetuos o permanentes. No estaba permitido ocupar un nuevo cargo sin haberse sometido al juicio por el desempeño en el anterior empleo.

Existían en el derecho castellano, pero la corona consideró su aplicación en las Indias. El corpus jurídico que informa sobre estos procedimientos se encuentra en diversos institutos entre los que cabe considerar a la “Instrucción de Corregidores y Jueces de Residencia” de 9 de junio de 1500, más tarde en 1519 y 1524 la Junta y el Consejo de Indias elaboraron otras instrucciones para llevar a cabo estos procesos. Aunque la casuística sobre los juicios de residencia es numerosa y se encuentra dispersa, el propósito de cumplir con el real mandato de examinar el desempeño de sus vasallos fue concretado. Finalmente, otras disposiciones reales se recogen en la “Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias” (Tomo II, 5ª edición, Boix Editor, 1841) Título Quince, De las residencias y jueces que las han de tomar. Totalizan sesenta y nueve leyes que reglamentan los procesos judiciales y que indican el camino en casos determinados.

 En 1501, Nicolás de Ovando nombrado gobernador de la isla La Española y Tierra Firme, instruyó el primer juicio de residencia a Francisco de Bobadilla, el último se registró en 1812. Durante trescientos once años cientos de funcionarios destinados a cumplir tareas en territorio americano se sometieron a este proceso y dieron cuenta de sus actos.

 S.S.M.M. Felipe III, desde San Lorenzo de El Escorial mandaba en 5 de junio de 1620 que los jueces pusieran “todo desvelo y cuidado en saber, y averiguar los buenos, y malos procedimientos de los residenciados; para que los buenos sean premiados, y castigados los malos: porque todo pende de las averiguaciones y testigos”.

El juicio 

El juicio de residencia debía realizarse en el lugar en el que había ejercido su cargo, la Ley Vigésimo séptima, prohibía la mudanza de jurisdicción para la substanciación del juicio, el que asumía el carácter de sumario y público.

 El proceso se iniciaba con la publicación de los edictos que informaban del acto jurídico. Éste debía llegar con la noticia a todos los habitantes de la jurisdicción del funcionario de marras, incluidos los indios para que tuvieran oportunidad de pedir justicia por los agravios sufridos con entera libertad (Ley Vigésimo octava).

 La Ley Primera de Indias señalaba un término preciso de seis meses para las residencias de los virreyes y mandaba que “la litispendencia no se dilate, teniendo el odio, y malicia lugar a mover nuevos pleitos, y diferencias, en grave perjuicio a las partes”. Este plazo corría desde la publicidad de los edictos hasta la sentencia. En tanto, la ley vigésimo novena, señalaba un término más corto de sesenta días para tomar la residencia a los presidentes, oidores, alcaldes, fiscales, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y sus tenientes y otros ministros, tiempo en que debían ser satisfechas las demandas y concluido el proceso y notificada al sujeto en proceso de residencia, la sentencia del juez.

 En todo caso la corona se interesa por la celeridad en la substanciación del juicio de residencia, procurando por diversas leyes que el trámite no se dilate, para beneficio del residenciado y de la comunidad en la que había desempeñado sus servicios.

Dos partes

 El juicio constaba de dos partes, una secreta, en la que el juez averiguaba de oficio la conducta del funcionario; y otra pública, en la que el particular agraviado podía promover demandas y querellas para obtener satisfacción de los perjuicios inferidos por el residenciado, pero debía prestar fianza de pagar una indemnización si no lograba probar sus acusaciones.

 En la instancia secreta, el juez solicitaba informes a organismos oficiales, revisaba papeles y documentos públicos, recibía denuncias anónimas, examinaba testigos. 

La prueba testimonial era de fundamental importancia y el juez debía elegir testigos probos y desapasionados para someterlos a interrogatorio, que seguía las leyes reales. En posesión de pruebas formulaba los cargos concretos contra el residenciado, a quien daba traslado a los fines que produjese su defensa.

No solo se valoraba el desempeño del funcionario enjuiciado en el oficio, sino también su vida privada, moralidad y costumbres, consignándose, cuando los había, los actos meritorios. El mundo virreinal transitaba entre los símbolos y los ritos, de allí que las conductas públicas y privadas adquirieran una significación de relevancia en la comunidad.

La sentencia debía absolver de los cargos o condenar al residenciado. En caso de culpabilidad se imponían diversas penas, de acuerdo a la falta cometida: multa, inhabilitación temporal o perpetua, destierro, traslado, confiscación de bienes e inclusive prisión.

El régimen no siempre fue uniforme en todo el territorio hispanoamericano. En una segunda instancia intervenía el Consejo de Indias cuando el residenciado ocupaba un oficio de provisión real, y la Audiencia en los demás casos.

La sentencia definitiva cerraba el caso, y no se podía volver sobre los actos del funcionario comprendido en ese período, ni aún en posterior juicio de residencia. Era caso cerrado. No había lugar a apelación.

Recordamos a los residenciados que sufrieron condigno castigo: Diego Colón, Hernán Cortés, conquistador de México; Vasco Núñez de Balboa, descubridor del Mar del Sur; Sebastián de Benalcazar, gobernador propietario vitalicio de Popayán; Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, entre otros.

Cabe considerar que nuestro fundador y primer gobernador el licenciado Hernando de Lerma, calificada su gestión por la historiografía como maligno, abusador de vidas y haciendas, mal avenido con la Audiencia y el obispo Victoria, terminó sus días en prisión.

Esta institución, juzgada por algunos como inútil, corrompida y perniciosa, ha sido valorada por otros no sólo por el control que significaba, sino, además, porque permitía entrever y subsanar los defectos del gobierno indiano y servía también como adecuado freno a la conducta de los funcionarios. En el siglo XVIII decayó visiblemente y fue objeto de una reforma importante.

Cruel realidad contemporánea

Es notable como aquella legislación iniciada por Isabel de la Casa Trastamara y continuada por Habsburgos y Borbones, pudo legislar, juzgar y condenar a funcionarios que se desempeñaron en tierras americanas y conducirlos inclusive a prisión. La Corona española se empeñó por todos los medios que sus servidores públicos cumpliesen honorablemente con su deber. Ante el hecho que sus designaciones provenían del soberano, debían dar cuentas de sus actos.

Resulta insólito e inadmisible que, a más de quinientos años, el sistema judicial de nuestro tiempo, no opere con eficiencia y rapidez, con la dilatación de las causas, la recusación a jueces y fiscales, obstaculizando el curso normal de la justicia, buscando subterfugios diversos hasta hacer prescribir las mismas. Esta justicia amodorrada y lenta en exceso, dependiente de los poderes del Estado no es ejemplo para una ciudadanía ávida de castigo ejemplar a quienes fueron infieles servidores del soberano, a los que se mancilla y ofende con el desdén que proviene desde los estrados judiciales y desde los otros poderes del Estado. Más lacerante es aún, el amparo bajo la figura de fueros parlamentarios a los que acuden algunos ciudadanos que ocuparon el sillón de Rivadavia. Otro reclamo del soberano es la restitución de los bienes mal habidos y el retorno de los dineros que se encuentran en los paraísos fiscales. Asombra e indigna la reticencia de un sector de legisladores en sancionar la ley de extinción de dominio.

Otrora, el soberano estaba facultado para demandar a sus funcionarios el fiel cumplimiento y observancia de la legislación en vigencia. Cuán imposible se hace al soberano (ciudadano) de nuestros días, demandar el recto ejercicio de las tareas que hubo delegado mediante el voto.

Hay un pertinaz accionar de los estamentos políticos, que muda la dirección de las apetencias de una ciudadanía ávida de servidores públicos que elaboren políticas públicas en procura de la promoción del bien común. Las promesas de campaña trasmutan en beneficios para una clase política, que a la fecha solamente ha conseguido sembrar una profunda desilusión en el sistema democrático.

Cabe recordar a los funcionarios de nuestro tiempo las palabras de Carlos I en Barcelona en 29 de noviembre de 1542 dirigidas a sus virreyes en Indias: “establecemos y mandamos que representen nuestra real persona y tengan un gobierno superior, hagan y administren justicia, procuren felicidad a nuestros vasallos, entiendan todo lo que conviene al sosiego, quietud, ennoblecimiento y pacificación de nuestros súbditos”. Nos, los soberanos de este tiempo, hacemos nuestro este mandato regio y aspiramos a una vida digna.

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