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Un paseo al "Sillón del Inca" y las ruinas de Incahuasi en la Quebrada del Toro

Relato de un paso por senderos ancentrales. 
Jueves, 16 de mayo de 2019 17:38

Arrancamos bien tempranito, la convocatoria era para las 5 de la mañana y el punto de encuentro, la rotonda de Limache o rotonda del Peregrino (aunque el llamado decía “rotonda de Libertad”). A la hora señalada ya estaban casi todos y el guía y líder decidió que había que partir “porque si no, no llegamos”. Tras contar los vehículos y distribuir a todos los presentes nos dispusimos a partir, no sin antes dar aviso a los que faltaban que ya estábamos saliendo.
Luego de poco más de una hora de viaje por la ruta 51 llegamos a Ingeniero Maury, un pequeño caserío situado a 78 km de Salta capital, cuya estación de trenes fue bautizada así en honor a Richard Maury, el ingeniero que construyó el viaducto La Polvorilla, por donde transita el afamado Tren a las Nubes. 

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Arrancamos bien tempranito, la convocatoria era para las 5 de la mañana y el punto de encuentro, la rotonda de Limache o rotonda del Peregrino (aunque el llamado decía “rotonda de Libertad”). A la hora señalada ya estaban casi todos y el guía y líder decidió que había que partir “porque si no, no llegamos”. Tras contar los vehículos y distribuir a todos los presentes nos dispusimos a partir, no sin antes dar aviso a los que faltaban que ya estábamos saliendo.
Luego de poco más de una hora de viaje por la ruta 51 llegamos a Ingeniero Maury, un pequeño caserío situado a 78 km de Salta capital, cuya estación de trenes fue bautizada así en honor a Richard Maury, el ingeniero que construyó el viaducto La Polvorilla, por donde transita el afamado Tren a las Nubes. 


Nos registramos en el puesto de Gendarmería que está sobre la ruta y dejamos ahí los vehículos. Mientras estábamos con los últimos preparativos antes de emprender la marcha llegaron al lugar algunos rezagados que se retrasaron y no pudieron arribar a tiempo al lugar y la hora señalada. Tras hacer un recuento total del contingente (38 personas y una perrita) y recibir algunas indicaciones por parte del guía, iniciamos el ascenso al cerro Gólgota justo enfrente del puesto de los gendarmes. Todavía no había amanecido y se encendieron algunas linternas que iluminaron en parte el empinado sendero por el que nos encolumnamos uno tras otro con las mochilas a cuestas y todas las ganas de vivir una experiencia enriquecedora.
Tras aproximadamente dos horas de caminata tomamos el primer descanso para reponer energías en una parte plana, en la que la mayoría buscó la parte alta de una loma para tomar agua, comer alguna fruta o galleta y recibir los rayos del sol, que empezaba a asomar entre los cerros y seguramente nos acompañaría durante toda la jornada, ya que estaba despejado y no había nubes a la vista. En ese lugar nos cruzamos con gaucho que encabezaba una pequeña tropilla de cuatro o cinco caballos que “venía desde arriba”. Luego del breve respiro retomamos el ascenso transitando por hermosos paisajes con variadas tonalidades, que ya con el sol a pleno de una ladera a otra cambia de manera abrupta. 

Una hora después arribamos al punto más alto de nuestro recorrido, a aproximadamente 3.600 metros de altura, donde hay una apacheta y una pequeña gruta hecha con piedras apiladas en la que alguien depositó una imagen de la Virgen con la leyenda “Virgen del Caminante”. En ese punto el camino se bifurca: uno de los senderos sube hasta la cima del cerro Gólgota y el otro desciende hasta el abra de Incamayo, donde se encuentra el llamado “sillón del inca”. Cinco de las chicas del grupo se separaron del grueso de la tropa y se dirigieron hacia la cima del Gólgota, mientras que los 33 restantes seguimos hasta la “casa del inca”. Tras sortear un sector donde el sendero se enangosta al máximo, con precipicios a un lado y la pared del cerro al otro, llegamos al abra de Incamayo, donde serpenteaba un pequeño arroyo que en esta época del año lleva muy poca agua, y tras cruzarlo alcanzamos a divisar las pircas de las ruinas incaicas. En ese recorrido, en una zona elevada de espaldas al arroyo, una casita de piedra con revoque de barro, y en el interior de la misma un sillón hecho con piedras lajas con la pared como respaldo: el sillón del inca. Agotados pero felices de alcanzar el objetivo, nadie quería dejar pasar la oportunidad perpetuar su imagen en el “sillón”. 
El sillón tiene apoyabrazos y una laja que hace de asiento. En las paredes de la casa hay hornacinas donde posiblemente los pobladores hacían ofrendas, el techo prácticamente ya no existe, solo una pequeña parte, con pajas y vigas de cardón atravesadas por un grueso palo.


En los alrededores hay pircas de baja altura que habrían servido de corrales o defensas. Según los registros históricos, esta zona fue habitada entre los años 1000 y 1450 por originarios, y desde 1450 a 1532     por los incas.
Tras recorrer los diferentes sitios sacando fotos y admirando la belleza del lugar buscamos protegernos del sol bajo un puñado de árboles para tomar un descanso, comer algo y prepararnos para el regreso, que estaba previsto para las 13 pero que fuimos alargando hasta casi las 14, hora en que finalmente emprendimos la vuelta luego de recobrar fuerzas.
A pesar de que regresamos por el mismo sendero, el paisaje en horas de la tarde se ve distinto, con otros colores y otra perspectiva; los cerros que a la mañana veíamos rojizos, a esa hora estaban grises, com cubiertos por una piel de elefante.
En algún punto nos encontramos con una familia que “volvía del pueblo” en cinco caballos con sus alforjas cargadas.
A estas alturas, la naturaleza nos regala todo su esplendor en medio de un silencio y una sensación de paz que nos llena el alma.

 

 

 
 

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