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Los ideales de Mayo..

Jueves, 23 de mayo de 2019 00:00

Hoy trataremos de hablar sobre la esencia de nuestra Revolución, dejando de lado otros aspectos, tal vez más brillantes, de la gesta que comienza con el 25 de mayo. Lo hacemos porque están reapareciendo intereses mezquinos, que intentan confundir la verdad histórica con ensayos que describen a ese hecho histórico como una simple copia de otras revoluciones, especialmente de la francesa. Por ello, haremos unas comparaciones.

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Hoy trataremos de hablar sobre la esencia de nuestra Revolución, dejando de lado otros aspectos, tal vez más brillantes, de la gesta que comienza con el 25 de mayo. Lo hacemos porque están reapareciendo intereses mezquinos, que intentan confundir la verdad histórica con ensayos que describen a ese hecho histórico como una simple copia de otras revoluciones, especialmente de la francesa. Por ello, haremos unas comparaciones.

La Revolución Francesa se hizo contra el absolutismo de los reyes y los privilegios de los nobles. En el Río de la Plata no había nobles ni reyes. Gobernaban el país un virrey que no tenía nada de absoluto y en la mayoría de los casos no era noble, y el Cabildo, genuina y antiquísima autoridad de origen popular, lo que facilitaba la convivencia social y la sencillez de las costumbres, aparte de la ausencia del lujo de las cortes europeas. La Revolución Francesa fue enemiga de la religión, habiendo perseguido a la Iglesia Católica y desalojado a Nuestro Señor Jesucristo de los altares, poniendo en ellos a la diosa Razón. La nuestra fue en cambio católica. El 30 de mayo de 1810, concurre la Junta de Gobierno con toda solemnidad a una misa de acción de gracias, y poco después se provee de capellanes al cuerpo expedicionario que marcha al interior. También la Revolución Francesa está marcada por la muerte de millares y millares de personas, formando al decir de un historiador "una ancha zanja de sangre que partió en dos la historia de Francia". Así, todavía hoy, encontramos quienes la bendicen y quienes la execran. Por el contrario, nosotros tenemos una gesta sin crímenes, alabada por todas las generaciones de argentinos, y en la que no se intenta borrar totalmente el pasado como lo intentó hacer la francesa, sino más bien continuar la historia de España en América. Si hubo algunos fusilamientos innecesarios en el Alto Perú, o inicuos asesinatos como los de Liniers y Alzaga, estos fueron ordenados por revolucionarios "afrancesados", liberales, anticristianos y vinculados a las logias británicas, que siempre lograron infiltrarse en los distintos gobiernos que fueron surgiendo en la primera etapa de la Revolución.

Por último, la Revolución Francesa, modelo de movimiento demagógico, apeló a la violencia y bajas pasiones de las turbas.

La nuestra fue en cambio una revolución netamente militar, encabezada por don Cornelio de Saavedra al mando del Regimiento de Patricios, y apoyada por innumerables patriotas civiles, que constituían, como reza la solemne acta del día 25 "la parte sana y principal del vecindario", que representaba por derecho natural a la totalidad del pueblo. Es que, como dice un historiador argentino, los hombres de Mayo que estuvieron al frente de los acontecimientos, así como los españoles que en el Cabildo habían cedido al impulso de la opinión, pertenecían a lo que podríamos llamar la clase dirigente de la sociedad, y las descendencias de ambas fracciones era esencialmente moderada, católica y tradicionalista, por lo que el pueblo sencillo siguió abocado a sus tareas cotidianas, y casi no se percató que acababa de consumarse el nacimiento de una nueva Nación.

 Podemos afirmar entonces que nuestra Revolución tuvo causas propias y métodos absolutamente criollos. En aquella época, si algo repugnaba al espíritu nativo era eso de copiar cosas extranjeras. Si en el Río de la Plata alguien hubiera necesitado un modelo revolucionario para imitar, habría puesto los ojos en la independencia de los Estados Unidos, que pasaron por un proceso parecido y cuyos frutos estaban a la vista.
 Nuestros patriotas sentían, como los de América del Norte, un intenso deseo de libertad económica, y la justa ambición de administrarse a sí mismos.
A esta situación se había llegado por las medidas que en el siglo XVIII tomaron los Borbones, muy influenciados por sus parientes de Francia, los que dejaron de considerar a los territorios americanos como parte del Reino de las Españas, para pasar a ser simples colonias económicamente explotables, sin que los criollos pudieran tomar parte en la administración de América, como lo hicieron durante la época de los Austrias.
Así, quedaron en una verdadera encrucijada frente a los peninsulares aquí residentes, y la posibilidad de enfrentarse en una guerra civil (debemos recordar que hubo americanos y españoles luchando juntos en ambos bandos) no esperaba más que la ocasión oportuna.

 Incorporación

Y esta llegó cuando Napoleón decidió incorporar España a su Imperio, no dudando los criollos en desenvainar la espada, para comenzar la epopeya gloriosa de la emancipación.
 Al comienzo no lucharon contra el rey, tratando incluso de preservarle sus dominios.
En el Alto Perú, los revolucionarios del 25 de mayo de 1809 se habían levantado al grito de “Viva el Rey, muera el mal gobierno”. Belgrano, San Martín, Bolívar y otros próceres eran partidarios de una monarquía que conservara la unidad del Imperio Español, y nos librara de la anarquía que azotó luego a toda Hispanoamérica, balcanizada por el imperialismo inglés. Brasil, que conservó la monarquía hasta fines del siglo XIX, preservó su unidad, y hasta se expandió territorialmente a expensas de sus vecinos que se destrozaban en luchas civiles, provocadas siempre por los liberales que a través de las logias los dirigía Londres.
 Aquellos hombres marcaron el rumbo, pero no consumaron la tarea. Todavía marchamos, junto a los países hermanos de Iberoamérica, buscando nuestros altos destinos, nuestra plena realización.
Estamos en un mundo que nos plantea enormes desafíos, y que nos obligará a luchar por una segunda independencia, frente a los poderes globales o, como lo llamó el Papa Pío XI, “El imperialismo internacional del dinero”.
Este trata de imponer un “Nuevo orden”, eliminando los Estados nacionales con sus tradiciones y sus culturas. Pero si logramos la anhelada unidad latinoamericana soñada por nuestros próceres, y con la ayuda de la Providencia, esta inmensa región, quizás la más rica del planeta, se convertirá de nuevo en la esperanza de la humanidad.
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