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Para develar el verdadero sentido de las instituciones, según el filósofo posmarxista Ernesto Laclau, no basta más que cotejar las relaciones de poder existentes en la sociedad.
Una autoridad hegemónica impone una cierta organización institucional, y si irrumpen nuevas fuerzas sociales, irremediablemente chocarán con ella, y tarde o temprano, la transformarán de manera drástica.
De allí infiere que el institucionalismo no es un objeto sagrado que garantiza por sí mismo las virtudes republicanas y las políticas sensatas, descartando el autoritarismo y la arbitrariedad.
En cambio, el populismo supone una relación solidaria de sujetos con demandas insatisfechas que conforman una cadena y se retroalimentan, para elaborar un discurso antagónico que divide a la sociedad en los de abajo -la "masa" o el "pueblo"- y el poder social y político, bajo un símbolo unificador, que preferentemente se personifica en la figura de un líder con poder de atracción.
Quiere decir que institucionalismo y populismo son dos polos extremos e ideales que, de hecho, no se dan en pureza, porque la hegemonía se encuentra en un punto medio. Tesis más cercana a Gramsci que a Marx, pero que no abandona definitivamente el materialismo dialéctico y la lucha de clases.
La burguesía es sustituida por la formación hegemónica, y sigue habiendo oprimidos y opresores, aunque puedan cambiar por la dinámica social.
Pero en un sentido jurídico y no ideologizado, "institucionalismo" (palabra no registrada en el diccionario de la Real Academia Española) significaría el apego incondicional a las instituciones, una perspectiva de las ciencias políticas que propone la comprensión de los problemas de la sociedad a partir de las instituciones que nos rigen y su eficaz funcionamiento.
Así entendida, la institucionalidad deja de ser mala palabra. En España se acostumbra hablar de "institucionalistas" o "constitucionalistas", por oposición a los separatistas o independentistas autonómicos.
El Derecho y el equilibrio
La Constitución es, por cierto, un texto erigido como ley fundamental, surgido de un poder constituyente, que instaura los poderes del Estado y define sus límites y controles, declara los derechos y garantías fundamentales de todos los habitantes, e instituye la forma de gobierno y la división de poderes.
Simplificando, es un acuerdo social o un pacto de convivencia en el que se plasma la forma de organización jurídico-política del Estado, para asegurar orden, libertad, paz y armonía en la vida en comunidad, bajo el paraguas del espíritu ideológico del preámbulo, que no solo es una valiosa guía interpretativa, sino que también posee valor normativo, especialmente en lo que respecta al objetivo de afianzar la Justicia.
La separación tripartita de poderes es un pilar tan fundamental de la constitución fundacional de la democracia republicana, que sin ella todo el edificio arquitectónico se derrumbaría como un castillo de naipes.
Proviene del "Espíritu de las leyes" (1748) de Montesquieu y del constitucionalismo clásico, y subsiste a pesar del paso de los siglos y los embates trasnochados de autoritarismos totalitarios, que no reniegan de la suma del poder público o el acaparamiento de todas las potestades en un líder mesiánico providencial.
Con suma claridad, explica este autor que cuando el poder se encuentra concentrado, la libertad está perdida; es decir, que la finalidad de dicho reparto es proteger la libertad y evitar el abuso del soberano.
En su época, sostuvo James Madison en "El Federalista" que la acumulación de todos los poderes en las mismas manos, sean estas de uno, de pocos o de muchos, se puede considerar como la definición misma de la tiranía".
En igual sentido, María Angélica Gelli enseña que "en el sistema de la república democrática la separación de poderes fue dispuesta para controlar el poder, posibilitar la libertad y garantizar los derechos de las personas".
Nuestra Constitución, siguiendo el modelo de la norteamericana de 1789, adopta esta modalidad, estableciendo un sistema de pesos y contrapesos entre los diferentes órganos, que no son diseñados como compartimentos separados sino como partes interrelacionadas y con controles recíprocos. Este equilibrio de "checks and balances" permite que ninguno sea sometido a la voluntad de otro, ya que el accionar de los tres poderes debe ser armónico y coordinado, pues si bien cada uno tiene atribuciones exclusivas, igualmente deben asistirse, complementarse y controlarse entre sí. Una solución contraria descompensaría el sistema constitucional. Gobernantes y gobernados estamos sometidos por igual a las disposiciones constitucionales y legales.
También se consagra la supremacía de la Constitución, a la que deben conformarse las normas jurídicas que se dictan en su consecuencia y la gestión de las autoridades de cualquier nivel. De allí deriva, a partir del caso "Marbury v. Madison" (Suprema Corte estadounidense, 1804) una facultad de los jueces que configura una de las columnas de la separación de poderes: el control de constitucionalidad.
Permite a los magistrados judiciales declarar la invalidez para un caso concreto de una norma que se juzga contraria a la Constitución. Esta atribución a veces incomoda o molesta a los restantes poderes, pero sin ella el Judicial quedaría descompensado y dejaría de ser el último reducto para la defensa de los derechos individuales.
Claro que no faltan las crisis políticas, sociales, económicas, de credibilidad, de representatividad, de las organizaciones no gubernamentales, de educación, de salud, y la lista se haría casi interminable. Pero no hay que desesperar, ya que como dice sabiamente la Dra. Gelli, “la crisis -que debe resolverse dentro de las instituciones- es evaluada desde las soluciones y alternativas que ofrece la Constitución”.
Una dicotomía deplorable
Por eso, no puedo menos que considerar deplorable la dicotomía que proponen Laclau y sus seguidores, que desemboca -tal como este autor, con referencia específica a nuestro país, lo reconoce- en una reforma constitucional en un futuro cercano. Quizás en una modificación antisistema o en un cambio sociopolítico de tal magnitud y profundidad que eche por tierra los valores esenciales en que se sustenta nuestro pacto de convivencia, y afecte los derechos fundamentales y la libertad de las personas, tal como tristemente sucedió con otros pueblos de Latinoamérica.
Ante tal funesta -y a mi juicio falsa- encrucijada, a pesar de que Laclau me tacharía de fetichista, públicamente y sin ninguna duda me declaro en favor del institucionalismo técnico. Por convicción personal, por la libertad de mis connacionales, por la vigencia de sus derechos y garantías, por los valores y principios en que se funda nuestra Constitución, por el legado de los padres de la Patria, los constituyentes y los inspiradores de la Carta Magna, y por la Justicia que integré con orgullo y ánimo de servicio.
Concluyo con una cita del gran Ortega y Gasset: “El ideal es un órgano de toda vida encargado de excitarla. Como los antiguos caballeros, la vida, señora, usa espuela...
A veces padecemos una vital decadencia que no procede de enfermedad en nuestro cuerpo ni en nuestra alma, sino de una mala higiene en ideales” (Prólogo a “De Francesca a Beatrice”, 1924. Obras Completas, III).