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Sofía, campeona de la vida: un ejemplo sin barreras

Es salteña y a los 13 años le detectaron diabetes. El fútbol es su gran ayuda. Escribió su historia en el libro “Pelota de papel”, estudia periodismo deportivo. 
Sabado, 27 de julio de 2019 01:24
Sofía en el club de sus amores, que la refugió para poder hacer el deporte de sus sueños. Leandro Herrera.

En la primera imagen de su álbum de fotos Sofía aparece gateando abrazada a una pelota. Es todo un preludio. Es que ella quedó ligada al fútbol desde pequeña y para el resto de su vida; por amor, por supervivencia. 
Sofia nació en esta ciudad hace 20 años, pero juega a la pelota desde aquellos sábados de su niñez cuando acompañaba a su padre César a los torneos de Los Profesionales, en La Loma. Iba atraída por el sandwich de milanesa, después fue el “fulbito” su principal motivación. 
La mayor de cuatro hermanas descubrió así que lo suyo era jugar al fútbol. “Cuando mi viejo me vio patear la pelota se fascinó, y gracias a él también estoy donde estoy. Me compró los primeros botines, me llevaba a jugar, a entrenar, mi mamá también”, recuerda Sofía, mate en mano y en su departamento, donde recibió a El Tribuno. 
Esto sucedió hace quince años, cuando era impensado aceptar a la mujer en el deporte de hombres. Eran otros tiempos.
La familia Rodríguez Cuggia vivía en el barrio Grand Bourg. Sofía comenzó a jugar a la pelota con sus compañeros del colegio. A los 10 años entró al club del barrio. Era la única que se mezclaba con los changos, los que la aceptaron sin peros. A diferencia de otras mujeres, a Sofi nadie le dijo “andar a jugar a las muñecas”. 
En la secundaria estudió en el colegio San Alfonso. Seguía siendo la única interesada en la pelota. Pero la exigencia era otra. Los libros no le daban margen ni respiro. “Rogaba que los feriados sean días de entrenamientos para no ir al colegio y poder ir al club”. Solía hacerse la enferma y faltaba a clases para poder ir a entrenar. Todo era ella y la pelota. Pocas cosas podían hacerla tan feliz. Hasta que en julio de 2012, ya con 13 años, ella no se sentía igual: “Tenía cambios de humor, me sentía muy cansada, dormía mucho y tenía mucha sed. Fui al club a jugar y no me respondían las piernas”, relata reviviendo aquella angustia. Sofi pidió ir al médico. En la primera consulta le dijeron que sufría estrés. Si era estrés, un helado podía descomprimirla. La idea de su madre fue casi un veneno. A la noche ya no podía más. Sofía intentó dormir en el living, sus padres en planta alta. Se desesperó. Se arrastró por el piso, no podía hablar y como pudo llegó hasta la escalera. Golpeó los escalones de madera para que la escucharan. Sofía terminó en la terapia intensiva del Hospital de Niños. Se estaba muriendo. “El médico le dijo a mi papá que tenía un coma diabético”. 
Pero al día siguiente ella despertó, vio a su padre y preguntó una sola cosa: “¿voy a poder seguir jugando a la pelota”. “Sí”, le respondió su padre. A Sofía no le importaba otra cosa. “Vas a tener que seguir jugando”, le dijo César. Fue un alivio. 

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En la primera imagen de su álbum de fotos Sofía aparece gateando abrazada a una pelota. Es todo un preludio. Es que ella quedó ligada al fútbol desde pequeña y para el resto de su vida; por amor, por supervivencia. 
Sofia nació en esta ciudad hace 20 años, pero juega a la pelota desde aquellos sábados de su niñez cuando acompañaba a su padre César a los torneos de Los Profesionales, en La Loma. Iba atraída por el sandwich de milanesa, después fue el “fulbito” su principal motivación. 
La mayor de cuatro hermanas descubrió así que lo suyo era jugar al fútbol. “Cuando mi viejo me vio patear la pelota se fascinó, y gracias a él también estoy donde estoy. Me compró los primeros botines, me llevaba a jugar, a entrenar, mi mamá también”, recuerda Sofía, mate en mano y en su departamento, donde recibió a El Tribuno. 
Esto sucedió hace quince años, cuando era impensado aceptar a la mujer en el deporte de hombres. Eran otros tiempos.
La familia Rodríguez Cuggia vivía en el barrio Grand Bourg. Sofía comenzó a jugar a la pelota con sus compañeros del colegio. A los 10 años entró al club del barrio. Era la única que se mezclaba con los changos, los que la aceptaron sin peros. A diferencia de otras mujeres, a Sofi nadie le dijo “andar a jugar a las muñecas”. 
En la secundaria estudió en el colegio San Alfonso. Seguía siendo la única interesada en la pelota. Pero la exigencia era otra. Los libros no le daban margen ni respiro. “Rogaba que los feriados sean días de entrenamientos para no ir al colegio y poder ir al club”. Solía hacerse la enferma y faltaba a clases para poder ir a entrenar. Todo era ella y la pelota. Pocas cosas podían hacerla tan feliz. Hasta que en julio de 2012, ya con 13 años, ella no se sentía igual: “Tenía cambios de humor, me sentía muy cansada, dormía mucho y tenía mucha sed. Fui al club a jugar y no me respondían las piernas”, relata reviviendo aquella angustia. Sofi pidió ir al médico. En la primera consulta le dijeron que sufría estrés. Si era estrés, un helado podía descomprimirla. La idea de su madre fue casi un veneno. A la noche ya no podía más. Sofía intentó dormir en el living, sus padres en planta alta. Se desesperó. Se arrastró por el piso, no podía hablar y como pudo llegó hasta la escalera. Golpeó los escalones de madera para que la escucharan. Sofía terminó en la terapia intensiva del Hospital de Niños. Se estaba muriendo. “El médico le dijo a mi papá que tenía un coma diabético”. 
Pero al día siguiente ella despertó, vio a su padre y preguntó una sola cosa: “¿voy a poder seguir jugando a la pelota”. “Sí”, le respondió su padre. A Sofía no le importaba otra cosa. “Vas a tener que seguir jugando”, le dijo César. Fue un alivio. 

Todo un cambio

Sofi dejó la clínica mucho más rápido de lo imaginado. Su estado de deportista y el fútbol le sirvieron para ganar este primer partido. Era un triunfazo dentro de un torneo largo: la diabetes se le declaró para siempre.
Le diagnosticaron la de “tipo 1”, se volvió insulinodependiente. Le enseñaron a inyectarse, a medirse la glucosa. “Al principio no caía; después dije, hay que seguir, no iba a quedame en cama lamentándome”. Ya habían pasados noches enteras de tristeza, de miedos y soledad. 
A su vida llegó Central Norte, donde ella fue muy feliz, asegura. Pasó a competir contra otras chicas, en una cancha de once. “Salimos campeonas, fue muy lindo, éramos una familia, hasta el día de hoy hablo con las pibas. Era refeliz en Central, allí me enseñaron lo que es la calle, me di cuenta de las desigualdades, comencé a abrir la cabeza”. 
Sofía cambió su fiesta de 15 años por el recital de los Jonas Brother (Nick Jonas, el cantante, es diabético y fue su soporte, su inspiración, sus ganas de pelear). 
Después de una prueba frustrada para jugar en la Selección que dirigía el Vasco Olarticoechea, y tras finalizar el secundario, decidió partir a Buenos Aires, se alistó en Platense, hoy estudia periodismo deportivo y resumió su lucha, su ejemplo y fortaleza en el libro “Pelota de papel”, que en su tercera edición reclutó cuentos de futbolistas. “Todo es lucha” se titula su historia, en la que describe cómo el fútbol la hizo fuerte, le ayudó a sobrellevar su enfermedad, le salvó la vida. “Está bueno sacarlo a la luz, porque a veces cuesta contar o hablar de una enfermedad. A mí me pasó que no tenía referentes en esto. Y no busco ser referente, quiero ser compañera y apoyar a los jóvenes que les pase lo mismo que a mí. Es lo que me faltó cuando tenía 14 años”, resumió.
Sofi está de vacaciones en Salta con los sueños de seguir jugando a la pelota, expectante de la pelea que sostiene el fútbol femenino para reinsertarse de una buena vez, con ganas de ayudar a otros jóvenes y predispuesta a una lucha eterna, con miles de partidos por ganar.
 

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