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Aquellas tres históricas jornadas de temblores, miedo y rezos

En 1692, en medio del terremoto, el pueblo de Salta rescató del olvido a la imagen de Cristo. Allí nació el pacto de Fe y Amor que aún vibra en nuestra región
Domingo, 15 de septiembre de 2019 00:36

Era el Año del Señor de 1692, cuando en fecha reciente, había fallecido el octavo obispo del Tucumán, el doctor Don Juan Bravo Dávila y Cartagena, amoroso pastor de efímera, pero eficiente labor eclesial. Ante la vacancia de la sede obispal, fue elegido Vicario Capitular Don Bartolomé Dávalos, arcediano de la iglesia de Santiago del Estero, asiento de la autoridad religiosa en los primeros siglos de la ocupación hispana en estas tierras del Tucumán.

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Era el Año del Señor de 1692, cuando en fecha reciente, había fallecido el octavo obispo del Tucumán, el doctor Don Juan Bravo Dávila y Cartagena, amoroso pastor de efímera, pero eficiente labor eclesial. Ante la vacancia de la sede obispal, fue elegido Vicario Capitular Don Bartolomé Dávalos, arcediano de la iglesia de Santiago del Estero, asiento de la autoridad religiosa en los primeros siglos de la ocupación hispana en estas tierras del Tucumán.

El 13 de setiembre de aquel nefasto año, entre las 10 y 11 de la mañana, el sismo que sacudió y redujo a polvo a la ciudad de Esteco, repercutió vigorosamente en Salta, con intermitencias por tiempo de más de cuarto de hora. Su población huyó poseída del vértigo del horror, la mayor parte ganó la plaza, otros el campo de la Tablada, extendido al norte. 

El jesuita padre José Carrión, con un santo Cristo en la mano, exhortaba a los fieles a penitencia pidiendo misericordia a la Majestad Divina. En la plaza todo era confusión, gritos y llantos, gente haciendo acto de contrición y pidiendo piedad. Como se repitiesen los temblores, se decidió tener al Señor de manifiesto en todas las iglesias y después sacarlo en procesión de la Matriz rodeando la plaza. 

 A la tarde se dio una nueva sacudida, momento en que los religiosos de La Merced iniciaban procesión con un Jesús crucificado y la Virgen redentora de cautivos. Una muchedumbre, descalza de pies, cubierta de cenizas, con losas al cuello, y con ellas atadas las manos, abofetearon sus rostros, y rezando algunos versos de los salmos, vertieron raudales de lágrimas y clamaron: ¡Penitencia, misericordia, Señor!, implorantes en una tierra que no cesaba con sus movimientos y que parecía dispuesta a tragarse a todos. 

Los temblores se repitieron. Las confesiones fueron muchas, en la Matriz, San Francisco y la Merced en sus patios y campo santos. Los curas no daban abasto ante tanta ansia por perdón a los pecados. Y es que, en la comarca la furia sísmica no se detenía, en la noche del 13 hubo cuatro temblores. Nadie durmió bajo techo, la gente había anochecido y amanecido al raso. 

El domingo 14 se celebró misa de campaña, siguieron a trechos las sacudidas, parecía que las fauces de la tierra se devorarían a los aterrados pobladores. A la noche se rezó el Rosario y se cantó el Miserere frente a la Compañía de Jesús (Mitre y Caseros). Los zarandeos terrestres llegaron a diez aquel día. 

El fenómeno recrudeció el 15, sin que amainara el pavor de sus habitantes. A la mañana hubo procesión de San Bernardo y de Santa Rosa. En la tarde, a la una, tres sacudones se sucedieron a corto plazo. Acabó la jornada con un fervoroso Vía Crucis de los frailes seráficos. Y, más corcoveos del suelo. 

Entre tanto se inició el solemne novenario con renovada devoción. El terror cundía, haciendo presa de bípedos, cuadrúpedos y volátiles. Un infernal aquelarre agitaba a la muy leal y noble ciudad. Todo era confusión entre racionales e irracionales. En Salta, todo verdaderamente saltaba, recordando la profecía que: “Salta, saltará y Esteco perecerá”.

La solución provino de la imagen de la Limpia y Pura Concepción honrada en el altar de la iglesia Matriz, y que llamó la atención del jesuita que observó el cambio del color de sus mejillas. Absorto en esta contemplación, escuchó una voz que decía: “No cesarán los terremotos hasta que no saquéis por las calles ese Cristo que tenéis allí olvidado”. La Madre Purísima se refería a un Cristo que había enviado el primer obispo, Francisco de Vitoria y que llegó a El Callao en 1592 y al que nunca se le tributaron cultos. El tonsurado ante tamaña revelación, echó a correr a la plaza y refirió a la audiencia el prodigio. Todos los circunstantes corrieron veloces a la Matriz, penetraron en tropel y con bulla, y en un abrir y cerrar de ojos abrieron el cajón español, levantaron la efigie de Cristo sostenida en su cruz y salieron presurosos los afligidos vecinos con sus corazones palpitantes y con la imagen ignorada por largo tiempo en andas, a recorrer las calles, con el Señor que ya se consagraba como del “Milagro”, cesando la tierra su devastadora porfía.

En esta desesperante jornada para una pequeña ciudad que presenció aterrada como se cimbraban las torres de la ciudad, enloquecidas sus campanas, y en ruinas sus edificios sacros y cívicos, es que quedó establecida la ceremonia tradicional, la clásica procesión, la más grande, la más célebre entre todas las procesiones habidas y por haber, en que se concentra el mayor número de habitantes devotos, hasta la actualidad. Este rito es el único que hace converger hacia el templo mayor de Salta a una muchedumbre cada vez más numerosa.

Procesiones de antaño 

A partir de 1692, anualmente, se renovaba la procesión, la que salía desde la Matriz, a las siete de la noche de cada 15 de setiembre. En aquel tiempo, estaba prescrito que los ritos procesionales se realizaran de noche, en este horario resultaba de mucho lucimiento: la oscuridad permitía que el brillo de las candelas que cada persona portaba, luces resplandecientes, multiplicadas en infinita cantidad en aquel enjambre humano, produjera un gozo infinito, sobrecogedor, luces proyectadas en el espacio terreno en franca competencia con las luces del firmamento, en la noche tachonada de estrellas.

Era el aporte celestial, a tanta magnificencia ritual.

Presidía la procesión la imagen del Señor del Milagro acompañado en sitio de privilegio por las potestades clericales y temporales: el Obispo (cuando lo había) el Provisor, el cortejo de curas y doctrineros tanto seculares como regulares. Con ellos el Gobernador, con su bastón de mando de madera de color nogal, de empuñadura de oro, con borlas de seda negra. Seguía la “Plana Mayor”, es decir el cuerpo de funcionarios. La parte principal con los señores ricos, nobles y empaquetados de la ciudad, vestidos de negro, que servían de cortejo a las autoridades de turno. Atrás, venía el estamento militar de alta graduación y los soldados, vestidos de punta en blanco, con los fusiles al hombro rematados con brillantes bayonetas, que marchaban a paso doble, de ceremonia. Luego la infaltable banda de música y los varones simples del pueblo.

A la retaguardia venía la imagen de la Virgen. Con el progreso de los tiempos, este orden se invirtió, siendo las mujeres quienes han de caminar delante de los hombres y si es la Virgen, dar la espalda a Dios. La Virgen era acompañada por las señoras. Presidían la comitiva femenina las matronas, luego las niñas, todas ellas engalanadas para la oportunidad, porque en días de fasto, salían de los baúles las mejores sedas, terciopelos, guantes, abanicos de nácar emplumados, rosarios de plata y cristal y las más exquisitas mantillas. Completaba la representación del sexo otrora débil, las mujeres del pueblo llano. 

Particular atracción en esta peregrinación lo ofrecía el delicado, bello y sensible cuadro que ofrecía el grupo de colegiadas, arreglado de dos en dos, semejando una prolongada guirnalda de flores, que formaban las “educandas”, grupo selecto, hijas de todas las familias distinguidas de Salta y de toda la Provincia y las ricas niñas de la campaña, donde residían sus adinerados padres, hacendados que moraban en sus cómodas “salas”. Incluso de la cercana “muy Noble y Muy Leal Villa de Jujuy”, arribaban estas jovencitas para engalanar tan maravilloso e imponente conjunto, caracterizado por su frescura e inocencia.

Lo que realzaba la tierna belleza de las niñas eran los trajes que vestían: la túnica color canela y su manto blanco cayendo desde los hombros hasta el tobillo, el cual, tomando la cabeza, y ceñido a la cara por el frente, hacía de toca inmaculada, en cuyo fondo blanco se destacaban aquellos rostros frescos y angelicales. Este hábito propio del Carmen, era herencia del Arzobispo de los Charcas o de Chuquisaca, fray San Alberto, hombre de aventajada literatura, de espíritu humano y civilizador. Era encantador este espectáculo raras veces visto, contemplar el paso en el cortejo de este ramillete de jovencitas y niñas guiadas y dirigidas por el personal de su enseñanza.

Un largo pleito previo a la santa procesión era el honor de cargar las andas, cuyas largas y gruesas asas eran apetecidas por los hombros de médicos y abogados, ricos y encopetados vecinos y de quienes portaban las doradas charreteras del ejército. Privilegio para unos pocos escogidos que habrían de transportar a la Madre y a su Hijo. Después de idas y venidas, y sosegados enconos y discordias, se acordaba la composición de esta ilustre representación.

La multitud se desplazaba con paso muy lento

Durante esos momentos difíciles, ninguno de sus moradores se quedaba guardado en su casa. Venían peregrinaciones desde Jujuy. 

La multitud que acompañaba era más que la que de ordinario habitaba la ciudad, porque ninguno de sus moradores se quedaba guardado en su casa. Numerosas peregrinaciones convergían desde la vecina ciudad de Jujuy, que acudía con buen número de sus clérigos, como así también desde los pueblos sembrados en todo el territorio de Salta.

Peregrinos

Ayer y hoy, cada setiembre, bajando montañas, sorteando ríos y arroyos, por montes y selvas, en estrechos caminos, el peregrino, sorteando frío, viento, lluvia, calor, no se detiene en su fervoroso trayecto hasta presentarse ante sus Santos Patronos, participar de la santa procesión y renovar el pacto de fidelidad.

El paso de los promesantes era de inusitada solemnidad. Después de andar dos cuadras, se llegaba al templo de San Francisco, cuyo pretil se aprovechaba para hacer la primera oración, donde los frailes entonaban el Miserere. 

Allí se aguardaba la llegada de la Virgen, recibida al canto de la Salve. Idéntico ritual se practicaba en el atrio de la iglesia de la Merced, con los frailes de esa orden. 

A paso lento

La multitud se desplazaba con paso lento, demasiado lento, y con la cadencia de los siglos de antaño, en absorta devoción, razón por la cual, la procesión concluía a las once y media, aún cuando solo había recorrido unas cuatro manzanas, las centrales de la ciudad.

Aunque desde aquellos remotos tiempos, diversos sismos a veces laicistas, otras masónicos y agnósticos han agitado fuertemente a la tierra salteña, sin embargo, cada 15 de setiembre una multitud acude a renovar sus votos ante sus Santos Patronos. 

Espíritu religioso

Ellos son los únicos que logran esta convocatoria varias veces centenaria. 

Y es que el espíritu religioso, una faceta que subyace en la profundidad del alma humana no parece claudicar, aun cuando en diversas épocas, el accionar oficial haya intentado cercenar este recoleto espacio de la interioridad del hombre.

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