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COVID-19: La censura mata

Absortos en su refriega para consagrarse como mandamás del mundo, Estados Unidos reacciona tarde ante la pandemia mientras China se presenta como el paladín del coronavirus, flagelo que ella misma pudo haber evitado: como dijera el recientemente fallecido Bartolomé Mitre: “Sin Libertad de Prensa no hay Libertad”
Domingo, 29 de marzo de 2020 01:13

En la quincena en que Washington, DC, esperaba al millón de personas que, cada año, acuden a admirar la floración de los cerezos plantados a lo largo de las orillas del río Potomac, los celulares de todos sus habitantes recibieron el Alerta de Seguridad Pública de Cuarentena Obligatoria que el gobierno municipal ha impuesto hasta el 24 de abril para intentar frenar la propagación del virus, cancelando el Festival Nacional de los Cerezos en Flor.

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En la quincena en que Washington, DC, esperaba al millón de personas que, cada año, acuden a admirar la floración de los cerezos plantados a lo largo de las orillas del río Potomac, los celulares de todos sus habitantes recibieron el Alerta de Seguridad Pública de Cuarentena Obligatoria que el gobierno municipal ha impuesto hasta el 24 de abril para intentar frenar la propagación del virus, cancelando el Festival Nacional de los Cerezos en Flor.

El anuncio revela lo tardía y dispar que está siendo la respuesta de los distintos países involucrados: según el South China Morning Post, el primer caso registrado por autoridades chinas fue el 17 de noviembre de 2019, en Wuhan, capital de la provincial de Hubei, en China central. Para esa fecha, aún no se había identificado el virus, lo que solo se logró recién cuarenta días después, cuando ya había más de 180 infectados. Las autoridades chinas nada dijeron del brote, silenciaron a los médicos y reporteros que quisieron dar el alerta, y ocultaron lo que se sabía sobre el nuevo virus. En el Hospital Jinyintan, de Wuhan, se consignó como fecha de registro del primer caso el 1 de diciembre. El 31 de diciembre, cuando el virus ya había empezado a peregrinar por el mundo, China alerta oficialmente a la OMS sobre el mismo. En EEUU, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades registra su primer caso el 21 de enero de 2020: un paciente proveniente de Wuhan que el 15 de enero buscó atención médica en un hospital del Estado de Washington. 

La prioridad de Trump

El 9 de febrero, The New Yorker acusaba a Trump de no reaccionar ante los 550 casos confirmados a esa fecha; el Washington Post recriminaba al presidente y a la mayoría de los legisladores el haber subestimado la amenaza sanitaria que el virus presentaba, mientras el líder demócrata del Senado vociferaba “Presidente Trump, buenos días. Hay una pandemia de coronavirus... ¿dónde está usted?”. Esta semana, el New Yorker vuelve a la carga y cita a epidemiólogos de la Universidad de Harvard -cuyo rector acaba de anunciar que está contagiado-: lo que se necesita es que “el Presidente dé prioridad al bienestar del pueblo estadounidense antes que a su reelección: su interés en ser elegido está en conflicto con la verdad y el interés supremo de las personas”.

Hasta hace solo días, Trump acariciaba en las encuestas un triunfo contundente en su afán reeleccionario. Electo en 2016 con el voto de las clases medias trabajadoras que se sentían excluidas del crecimiento económico bajo la presidencia de Obama, Trump predicaba el proteccionismo, la desconfiaza hacia el extranjero y el augurio de que todo podría empeorar. Su promesa de “America First” no era otra cosa que la vuelta a la edad dorada. También contribuyó a su triunfo la desconfianza -nunca debidamente sopesada por los demócratas- que Hillary Clinton provocaba en propios y extraños por su desempeño como Secretaria de Estado de Obama, el escándalo de los correos electrónicos y por su humillante imperturbabilidad ante el affaire Clinton-Lewinsky, visto como el precio de su ambición desmedida más que como el perdón de una esposa abnegada. Y el sueño de Trump de un segundo mandato, se basaba en la -hasta ayer- robusta performance de la economía: llegaría a la elección con la tasa de desocupación más baja de los últimos sesenta años (3%), una tasa de crecimiento económico en alza por muchos meses consecutivos, la creación durante su primer período de dos millones y medio de nuevos puestos de trabajo, el alivio de las pequeñas empresas ante la mayor reforma de impuestos y recorte tributario de toda la historia del país y con un reciente acuerdo preliminar con China que establecía una tregua en la guerra comercial entre ambos países, acuerdo por el que China se comprometía a comprar US$ 200.000 millones de dólares de productos estadounidenses antes de 2022. 

En Asia nada ha despejado el recelo y la incertidumbre que la conducta del presidente estadounidense genera: su estilo imprevisible, desenfadado y camorrero, sus declaraciones provocativas, proteccionistas y aislacionistas -por las que ha sido acusado de misógino y racista- y su predilección de dividir para reinar con acusaciones altisonantes, sanciones comerciales y presión donde haga falta: sobre China, o sobre sus propios aliados como Japón o Corea del Sur. 

Trump se enfrenta a una China que practica el capitalismo de estado rechazando los principios de la democracia liberal representativa, los principios de la economía de libre mercado y el principio sacrosanto de la libertad de prensa. China viola los derechos humanos y sus libertades elementales y, sustentada en su poderío económico y en la complicidad de quienes fingen ignorar todos estos atropellos y censuras, le disputa la hegemonía mundial. 

Hoy China es el contendiente directo de los EEUU, desafiándolo como líder del mundo mientras creaba fuertes lazos de interdependencia: Washington y Beijing son, al mismo tiempo, socios comerciales y rivales, pero Beijing cuenta con la enorme ventaja geográfica de que su área de influencia natural es Asia, región que concentra un tercio del PBI mundial y casi el 60% de la población del planeta. Por ello, Trump pendula entre moderadas recriminaciones a Beijing de que “podría haber avisado antes” de la epidemia un día y, al día siguiente, exaltados comentarios sobre “el virus chino.”

Se pudo evitar

Un reciente informe de Reporteros Sin Fronteras (RSF) destaca que “sin el control y la censura impuestas por las autoridades chinas, los medios de prensa habrían informado sobre la gravedad de la epidemia” mucho antes, lo que hubiera permitido poner a la ciencia de pie y “salvar miles de vidas, evitando quizá la actual pandemia”. Un estudio de la Universidad de Southampton asegura que Beijing podría haber reducido en un 86% los contagios si hubiera confinado a la población el 8 de enero y no el 22 de ese mes, como lo hizo. Las autoridades chinas ya sabían del virus pero seguían censurando y silenciando a médicos y periodistas, tanto chinos como extranjeros, que intentaban informar sobre el mismo. Poco importa para el Partido Comunista la libertad de prensa consagrada en el Art. 35 de la Constitución china, ya que carece de protección institucional en la práctica: los medios masivos de comunicación son de propiedad estatal. Según el Comité para la Protección de los Periodistas, China es el país que más periodistas tiene encarcelados en el mundo (casi 50, en 2019) y donde la censura es mayor, bajo las siempre convenientes excusas de “divulgar secretos de estado” o “afectar la seguridad nacional.” 

El 3 de febrero, el Wall Street Journal publicó la columna de opinión “China es el verdadero enfermo de Asia”. Su autor, W.R. Mead, decía “no estar muy impresionado” por la respuesta inicial de China al brote de coronavirus, calificaba al gobierno municipal de Wuhan de haber actuado “tan en secreto como guiado sólo por su propio interés” y describía la respuesta de las autoridades nacionales como “vigorosa pero ineficiente”. También alertaba que la crisis sanitaria había menoscabado profundamente la confianza de los ciudadanos chinos y del resto del mundo en el gobierno chino, y que provocaría una pronunciada caída en la tasa de crecimiento económico del gigante asiático, afectando no solo a China sino también a las cadenas de suministro global. Beijing se quejó airadamente, diciendo que el título de la columna era “racista” y que opiniones como las del autor citado entorpecían la respuesta de las autoridades a la crisis, por lo que la expulsión de los periodistas era un acto de defensa propia “legítimo”, “justificado”, “necesario”, y “recíproco”. A mediados de febrero, Washington designó a varios medios estatales chinos con agencias en EEUU -entre ellos, Xinhua, el Diario del Pueblo, China Global Television Network (CGTV) y China Radio International (CRI)- como “operadores” del estado chino. Beijing respondió anunciando que, a partir del 18 de marzo, revocaría las credenciales de casi una docena de periodistas estadounidenses de prestigiosos medios, dándoles plazo hasta el 27 de marzo para entregar sus credenciales. Esta es “la mayor expulsión de periodistas extranjeros de China en la era post-Mao,” debido a la cantidad de periodistas afectados y sobre todo, a su dureza -ya que, desconociendo y negando la libertad de prensa imperante en los Estados Unidos define a los medios periodísticos mencionados como “entidades oficiales controladas” por Washington, ninguneando deliberadamente la libertad de prensa imperante en EEUU, como si Watergate nunca hubiese ocurrido y simulando ignorar que China ocupa el puesto 177 (sobre un total de 180 países) en la Clasificación Mundial de Libertad de Prensa.

Los pocos médicos que sabían del brote epidémico no alertaron a los medios para evitar sanciones, suspensiones e incluso la prisión. La excepción fue el ahora reconocido -y fallecido por coronavirus- Dr. Li Wenliang, del Hospital Central de Wuhan, que informó a las autoridades sanitarias y fue detenido por “difundir falsos rumores.” La sanción llegó también para quienes descifraron la secuencia del genoma, información que hubiera permitido ahorrar un tiempo precioso para desarrollar una vacuna, ya que “sólo cuando los ciudadanos son informados por una prensa libre tienen herramientas para protegerse y exigir a las autoridades que tomen las medidas necesarias para proteger a la población”.

Y, ahora, China se presenta como el paladín de la lucha contra la pandemia que ella misma provocó. Habrá quizá quienes consideren que China está intentando enmendar la pérdida de su propia reputación por ser responsable de esta nueva pandemia. Pero también hay quienes creen que el gobierno autoritario de China Popular esta empecinado en utilizar su reciente poderío económico para poner en práctica un nuevo concepto: la “diplomacia médica”, como la definió C. Garrison en un excelente artículo publicado por Reuters. Con EEUU embotado en su propia confusión, incapaz de ofrecer una alternativa, hay un vacío de liderazgo en el mundo. La Argentina ignora la manera en que Corea, Taiwán y Alemania han manejado la pandemia, mejor que nadie en todo el planeta. El ofrecimiento chino de medicinas, respiradores, mascarillas, trajes protectores enviados a Italia, o los 1.500 respiradores que Alberto Fernández pidió a Beijing, o el mismo hospital de campaña que el Ejército Argentino montó en Campo de Mayo, quizás sólo sean armas que permitirán a China beneficiarse de países en aprietos: es solo una deuda a cobrar que, efectiva, oportuna e inexorablemente, se cobrará. ¿A qué precio?

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