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El duende de Cerrillos que cambió el aljibe por los altos del campanario

Casi cuarenta años vivió molestando en la profundidades del pozo de agua de Cerrillos, pero cuando este se cerró,  presuroso se mudó al campanario de la iglesia.
Domingo, 05 de abril de 2020 02:16

Como se recordará, en la plaza principal del pueblo de Cerrillos, el cura e intendente, don Serapio Gallegos, había hecho hacer a pico y pala, un pozo público para suministrar agua a la pequeña localidad. A poco de su inauguración, allá por 1870, y sin que nadie cayera en cuenta, en el fondo del agujero acuático se instaló un duende que por décadas se dedicó a molestar a quienes llegaban hasta el aljibe en busca de agua. Su gran debilidad era hacer renegar a las mujeres, especialmente a las de mayor edad, pues a las más jóvenes muchas veces les facilitaba la tarea de izar los pesados recipientes con agua.

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Como se recordará, en la plaza principal del pueblo de Cerrillos, el cura e intendente, don Serapio Gallegos, había hecho hacer a pico y pala, un pozo público para suministrar agua a la pequeña localidad. A poco de su inauguración, allá por 1870, y sin que nadie cayera en cuenta, en el fondo del agujero acuático se instaló un duende que por décadas se dedicó a molestar a quienes llegaban hasta el aljibe en busca de agua. Su gran debilidad era hacer renegar a las mujeres, especialmente a las de mayor edad, pues a las más jóvenes muchas veces les facilitaba la tarea de izar los pesados recipientes con agua.

Pero un buen día de 1913,  las fechorías del “Duende del pozo”, como le decían, parecía que habían llegado a su fin. Fue cuando se inauguró la red de agua corriente y el viejo aljibe quedó en desuso, razón por la cual, la autoridad municipal resolvió taparlo con gruesos maderos de quebracho facilitados por el ferrocarril. Casi todas las féminas del pueblo de entonces, celebraron con harto entusiasmo la obra maestra del taponamiento del pozo. Todas estaban convencidas de que más que cerrar el agujero estaban sepultando al “molestoso” duende. Al engendro que durante años las había hecho sufrir y renegar hasta el límite de la furia, además de someterlas muchas veces al bochorno de tener que regresar a sus casas ridículamente empapadas, a deshora del carnaval.

Pero el duende, no al vicio es duende. Y así fue que cuando todos creían que el engendro había pasado a mejor vida y yacía en la plaza a treinta metros de profundidad, este aún disfrutaba de buena salud. El insepulto estaba más vivo que nunca, pues la noche anterior a la clausura del aljibe, ya había tomado sus recaudos mudándose al flamante campanario de la iglesia construido por don Stefano Tognini. Allí se había instalado, cambiando las profundidades por las alturas, pero siempre con las mismas ganas de andar molestando a medio mundo. Y así fue que a falta de agua comenzó a jugar con las campanas, especialmente a la hora de la siesta, aunque también a medianoche. Y no solo eso, también asustaba a los que por la noche pasaban cerca del campanario, dando quejidos lastimeros que crispaban los pelos; o si no, espantando a los enamorados, que a la oración o a la noche, se escondían en esa torre para dar rienda suelta a sus ternuras. Pero también jugueteaba con las lechuzas que vivían en el campanario, hasta que con el tiempo logró que se mudaran. En fin, en las alturas, el duende estaba peor que antes y para colmo no había un cura o fraile a la redonda, ni agua bendita que lograra amainar sus diabluras. Nada resultaba contra el maldito.

Campanadas a destiempo

Una de las jugarretas predilectas del maligno, que de “Duende del pozo” pasó a apellidarse “Duende del campanario”, era jugar con las campanas. Las hacía sonar a la siesta o cuando se le ocurría. Por entonces, el sacristán de la iglesia tocaba, salvo los domingos, tres veces al día: a misa de ocho, a las doce del mediodía y a la oración. Y como el duende conocía los horarios, muchas veces los alteraba, especialmente para hacer renegar a las mujeres que cocinaban en sus casas. Y así, en lugar de anunciar  con las campanas la hora 12 él las tocaba una hora antes, confundiendo a las cocineras que, afligidas apuraban el fuego para tener a tiempo los almuerzos.

Pero la jugarreta clásica del enano sombrerudo era molestar con las campanadas a la hora de la siesta, cuando todo el mundo estaba entregado al reposo. Y cuando el sacristán acudía presuroso al campanario pensando que estaban los changos traviesos, nunca daba con nadie. Mucha gente contaba que cuando salían a ver quien estaba traveseando las campanas, nunca podían ver a nadie allá arriba. “Era como si las campanas tocaran solas”, recordaba Hipólito Morales, campanero hace tiempo fallecido.

Pero su peor entretenimiento era cuando con las campanas el duende anunciaba una muerte en falso, casi siempre a la hora más inoportuna. Es que por entonces, cuando en el pueblo algún vecino fallecía, el sacristán anunciaba el triste acontecimiento, doblando las campanas o tocando a duelo, como se decía. De esa forma, todo el vecindario se enteraba que fulano de tal había pasado a mejor vida. Pero el duende, que en todo se metía en cuanto se enteraba que alguien agonizaba, de antemano tocaba a duelo de manera que cuando los vecinos acudían presurosos al domicilio del presunto finado, lagrimeando y flores en  mano, se daban con que este aún estaba dándole una recia pelea a la señora de la guadaña. Más de una vez, el sátrapa anunció la muerte en falso de algunos vecinos que luego de estar, más en el otro mundo que en este, sobrevivieron por años pese a las dolientes campanadas que ya lo habían dado por finado.

Asustando enamorados

 Otra de sus fechorías predilectas del sombrerudo era asustar en el campanario a las parejas de enamorados que creían que entre los cuatro muros de la torre podía disfrutar de una apacible intimidad. Equivocados. El malhechor siempre se ocupaba de arruinar los idílicos encuentros. Lloviera o no, era capaz de hacer caer en cualquier momento, un inoportuno rayo en el campanario. Así fue que cierta vez, una pareja de enamorados tuvo la idea de refugiarse en esa torre cuando arreciaba una terrible tormenta de agua, viento y granizo. Es cierto, lo hicieron para evitar la mojadura, pero también para aprovechar la ocasión y prodigarse lo que solo los enamorados saben prodigar. No bien subieron unos peldaños y alcanzaron el primer descanso de la larga escalera, un terrible refucilo iluminó por dentro al campanario, al tiempo que un espantoso trueno estremeció la torre hasta los cimientos. El cegante rayo y el inmediato trueno, paralizaron a la pareja, pero cuando esta reaccionó, a las zancadas bajaron los peldaños, mientras el petiso sombrerudo lanzaba desde lo más alto del campanario, una estentórea carcajada.

Y así por años, el Duende del campanario fue rey y señor de las travesuras, gestor de sustos y espantos hasta que en 1981, la vieja torre fue demolida. No se sabe que fue del duende. Algunos dicen haberlo visto corretear por la loma, y otros lo responsabilizan de cosas raras que suceden en el pueblo. En fin, el duende es un ser eterno que siempre estará entre nosotros, para bien o para mal. Habrá que tener paciencia y estar atento por si se le da por aparecer de nuevo. Si eso ocurre, seguro que nos volveremos a ocupar de él en estas columnas.

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