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Historia de trenes en la Salta de hace sesenta años

Luego de inaugurado el ferrocarril a Chile en 1948, un clásico estudiantil fue el viaje de fin de curso a Antofagasta.
Domingo, 18 de julio de 2021 02:33

Ahora de que el tren volvió al Valle de Lerma, luego de 51 años de ausencia, vale la pena recordar algunas historias ferroviarias, como las de los alumnos que todos los días viajaban en tren para asistir a los colegios secundarios de la ciudad.
Por entonces, los de Cerrillos eran los privilegiados, ya que diariamente contaban con dos servicios de pasajeros: el coche motor que cubría el trayecto de Salta a Alemanía (C-13) y el tren a Campo Quijano (C-14). Ambos con tres frecuencias diarias de ida y vuelta, es decir, seis viajes al día. Pero, además, tenían otra ventaja: podían viajar en los trenes que martes y jueves partían hacia los Andes. Esta última alternativa solo era posible si en sus respectivos colegios tenían las dos últimas horas libres. Ello les permitía viajar los martes en el tren que iba a San Antonio de los Cobres y los jueves, en el Internacional a Socomopa. Y en estas dos formaciones hacían el viaje a Cerrillos en solo 20 minutos, en 50 a Rosario de Lerma y en una hora a Campo Quijano. Algo imposible en otro medio de transporte de la época.
Y justamente en el servicio internacional, los cerrillanos del Nacional guardan una experiencia de principios de los años 60 que es prácticamente irrepetible.

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Ahora de que el tren volvió al Valle de Lerma, luego de 51 años de ausencia, vale la pena recordar algunas historias ferroviarias, como las de los alumnos que todos los días viajaban en tren para asistir a los colegios secundarios de la ciudad.
Por entonces, los de Cerrillos eran los privilegiados, ya que diariamente contaban con dos servicios de pasajeros: el coche motor que cubría el trayecto de Salta a Alemanía (C-13) y el tren a Campo Quijano (C-14). Ambos con tres frecuencias diarias de ida y vuelta, es decir, seis viajes al día. Pero, además, tenían otra ventaja: podían viajar en los trenes que martes y jueves partían hacia los Andes. Esta última alternativa solo era posible si en sus respectivos colegios tenían las dos últimas horas libres. Ello les permitía viajar los martes en el tren que iba a San Antonio de los Cobres y los jueves, en el Internacional a Socomopa. Y en estas dos formaciones hacían el viaje a Cerrillos en solo 20 minutos, en 50 a Rosario de Lerma y en una hora a Campo Quijano. Algo imposible en otro medio de transporte de la época.
Y justamente en el servicio internacional, los cerrillanos del Nacional guardan una experiencia de principios de los años 60 que es prácticamente irrepetible.

Un tren expreso 

El Internacional a Socompa salía los jueves a la 11.05 “en aguja”, como decían los ferroviarios de entonces. Eso significaba que partía en punto. Y para tomar ese tren, los changos del Nacional debían salir antes de tiempo, es decir, dos horas antes del horario habitual, cosa que por entonces era bastante frecuente. Y si eso ocurría, lo primero que hacían era correr a trote largo las doce cuadras que hay entre el Nacional y la estación de trenes. Y el esfuerzo valía la pena, pues viajar en el Internacional remolcado por una reluciente locomotora Henschell negra “mil trescientos” era una experiencia fuera de lo común. En él se podía sentir la placentera sensación de ir a “alta velocidad”. Y, sin duda alguna, era por lejos el tren más veloz que por aquellos años corría por el Valle de Lerma. Y, por supuesto, frente al habitual tren remolcado por una modesta leñera, este parecía el “tren bala”. 
Pero para los estudiantes de aquellos años, el tren a Socompa tenía un algo más. No solo era un viaje de “alta velocidad”, sino que además podían hacer el breve trayecto en un coche dormitorio, un gusto que no cualquier cristiano se podía dar, ni entonces ni ahora.
¿Y cómo era que estos mequetrefes podían darse ese lujo, casi asiático, a la vera del escuálido río Ancho? Simple: un cerrillano amigo trabajaba en la Aduana de Socompa. Por ello, cada vez que el Internacional partía a Chile, Roly tenía dos camarotes a su disposición, uno personal y otro donde controlaba los pasajeros que desde Chile ingresaban al país. Era Rodolfo Sueldo, un muchacho bonachón del pueblo que los recibía en su camarote permitiéndoles imaginar que viajaban en el “Expreso de Oriente”, cuando en realidad solo estaban cruzando los rastrojos de la finca de los Villa o El Aybal.
En 20 minutos la aventura terminaba, pero para esos estudiantes del Nacional, seguro que la experiencia aún perdura. Y si no, habrá que preguntarle al abogado Carlos Castiella, a Jorge Solá, “Mingo” Martín, Armando Sánchez, Hugo Claudio Martínez, Rosita Alvarado, Hebe y Olga Mendoza y Edgardo Diez Gómez, entre tantos otros. 

El perro viajero

A fines de los años 40, una madre con sus tres niños resolvió ir de Cerrillos a Salta en tren. Cuando se encaminaban a la estación no cayeron en cuenta que tras ellos iba “Milico”, el perro de la casa que tenía la mala costumbre de seguirlos a todas partes. Ya casi en la estación, el can tomó la delantera. Con retos y pedradas, los niños intentaron que vuelva, pero nada lograron. Y así fue que llegaron a la estación con Milico, quien, sabedor de que allí no era bien visto, se mantenía a prudente distancia, sin sacar los ojos de sus amos. Y así estuvieron hasta que llegó el tren de Quijano.
No bien la formación estacionó, subieron al vagón de clase única y, cuando ya se estaban por sentar, uno de los chicos pegó un grito: “¡Mamá, Milico se subió al tren!”. Efectivamente, ahí estaba el perro, asomando su cabezota por la puerta entreabierta del vagón. La repuesta de la afligida mujer fue contundente: “¡Échenlo!”. Y en el acto los más grandecitos tomaron al animal y, a los pechones, lo sacaron hasta las escalerillas. El perro estaba como frenado, pero con la ayuda del guarda lograron hacerlo bajar justo cuando el tren ya se ponía en movimiento. Pero aún en el suelo, Milico no se dio por vencido. Dio dos o tres brincos con la intención de treparse hasta que por fin optó por galopar detrás del tren. Para alivio de los chicos, unos cien metros más adelante Milico sofrenó su marcha y, como si nada, volvió sobre sus pasos.
La sorpresa fue a la noche cuando la familia regresó a Cerrillos. Ahí estaba Milico en el andén de la estación esperando a sus amos. Batía con alegría su frondosa cola, mientras daba saltos alrededor de los recién llegados. Fue tan emocionante la recepción del animal que hasta don Eduardo Varas, el jefe de estación, se conmovió.

Sin esfuerzo y con la manivela de la zorra en punto muerto

Una mañana de noviembre, nueve trabajadores de Vía y Obra del Ferrocarril Belgrano entraron en servicio en la Estación Salta. Treparon a una zorra con manivela y se largaron para el lado del Mojotoro, donde debían realizar trabajos en rieles y durmientes. De lo más campantes, cruzaron los campos de Chachapoyas mientras disfrutaban de la brisa matinal.
Se turnaban de dos en dos para accionar la manivela de tracción hasta que alcanzaron el km 1104, donde al invertirse la pendiente, la zorra en bajada podía levantar hasta 30 km/h. Sin esfuerzo y con la manivela en punto muerto, hicieron un largo trecho, dibujando amplias y suaves curvas y contracurvas. Y mientras se dejaban llevar por la pendiente, intercambiaban bromas y cargadas. Y así hasta que de improviso el jefe de cuadrilla, que iba sentado en la parte delantera de la zorra, gritó: “¡Una vaca, una vaca! ¡Pisá el freno, Arapita! ¡Pisá que no hacemo a...!”.
La reacción no se hizo esperar. Los nueve se pusieron de pie mientras Arapa pisaba y pisaba el freno a más no poder. Pero en la emergencia, no había pisotón que pare esa pesada zorra.
El impacto fue terrible. La zorra con los hombres dio de lleno en el vientre del animal que, de inmediato, quedó montado sobre el vehículo, embarrando a todos de verde y expulsándolos hacia los laterales. A su vez, el violento impacto causó el descarrilamiento de la zorra que, por un trecho, siguió a los tumbos sobre los durmientes hasta que finalmente volcó a un costado del terraplén. 
En el revolcón quedaron heridos Juan Avendaño, Juan Arapa, Manuel Figueroa y Justo Arroyo, quienes debieron ser trasladados al Hospital Ferroviario de Salta. Por suerte, el resto de los trabajadores salió ileso, pero la vaca fue incinerada a fuego lento sobre una ardiente parrilla que pronto acercaron los atentos vecinos de más allá de Chachapoyas. 
 

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