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La Argentina invertebrada

Sabado, 31 de julio de 2021 02:22

José Ortega y Gasset (1883-1955) escribió "España invertebrada " y Eduardo Mallea (1903-1982) con su "Historia de una pasión argentina" retomó este concepto en la Argentina, donde advertía el peligro de la desintegración de nuestra sociedad por la acción separatista, facciosa y con pobreza en el perfil e identidad de nuestro pueblo plural y heterogéneo.

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José Ortega y Gasset (1883-1955) escribió "España invertebrada " y Eduardo Mallea (1903-1982) con su "Historia de una pasión argentina" retomó este concepto en la Argentina, donde advertía el peligro de la desintegración de nuestra sociedad por la acción separatista, facciosa y con pobreza en el perfil e identidad de nuestro pueblo plural y heterogéneo.

En la segunda mitad del siglo XIX hubo conducción eficaz en nuestro país: Alberdi redactó la Constitución; Vélez Sarsfield, el Código Civil; Joaquín V. González, un Código de Trabajo; Sarmiento enseñó y estimuló la cultura; Mitre, Avellaneda, Pellegrini, Estrada y muchos más hicieron lo suyo, diseñaron un país, organizaron la sociedad argentina, pusieron en marcha una nación. Se podrá coincidir o no con su estilo o sus ideas, pero el resultado fue óptimo. Hoy buscamos algunas personalidades así o parecidos.

La dirigencia brilla poco y nada por su vacilante conducción política y no atina a poner de pie a un pueblo descreído, que es más lo que rechaza que lo que apoya.

Nuestra sociedad adolescente, pese a los años transcurridos desde que nos declaramos independientes, tiene fortalezas y debilidades que se acentúan o tienden a desaparecer nunca del todo cada día.

Hemos fabricado, soportado y admitido numerosas fechorías, como el fraude electoral, la incapacidad administrativa, la dictadura, el desdén por la libertad y el cumplimiento de la ley y las normas, no superamos del todo el resentimiento clasista, hemos conculcado derechos y achicado la justicia social, nos peleamos por nuestros prejuicios ideológicos, abatimos muchas veces por nosotros mismos pero echándole culpas a los de afuera los intentos de desarrollar el país; el militarismo politizado desvirtuó el honor militar; el nacionalismo fue crítico de la democracia y más propenso a promover una gran nación que un gran pueblo; la aspiración de poder político cayó en el deseo inmoderado de perpetuarse en él a cualquier costo; la crisis contagió a la Justicia; la turbulencia ideológica desató la violencia y el terrorismo; los medios anteponen el rating a la información objetiva y a la orientación responsable.

Mediocridad y soberbia

El panorama retrospectivo de nuestra sociedad es de una llamativa mediocridad.

La soberbia argentina está arraigada y lleva a creer que siempre la culpa de lo que nos pasa es ajena, y esta nota de nuestro carácter anula el juicio autocrítico, ya que estamos convencidos de que nada tenemos que corregir. La gravitación dominante de lo económico ha desplazado los valores y principios que debieran ser la base de la paz social, de la justicia y de un genuino desarrollo.

El panorama de Argentina es inquietante y es impostergable asumir la tarea de buscar ese país invisible y posible que presentían muchos de nuestros pensadores y que hoy necesita de numerosas conductas de solidaridad silenciosa, de grupos independientes convocados a salir de sus enclaustrados intereses, de incorporarse en la reconstrucción ética y cultural de nuestro país dialogando sin confrontar no solo con los afines sino también con los otros que buscan por otras vías las respuestas y soluciones a los mismos interrogantes y problemas.

 

La Argentina ha visto derrumbarse muchos de sus mitos y creencias: no somos el granero del mundo, no somos la tierra prometida para los inmigrantes, no tenemos por delante un destino de grandeza, tenemos un espacio abigarrado de luchas ideológicas muy poco realistas, descreimiento generalizado, pobreza muy elevada de carácter estructural, clase media venida a menos, mala distribución de la riqueza con transferencia de ingresos hacia los más pudientes, poco trabajo además de poco calificado, inestable, precario y en negro.

Hay inseguridad, angustia, zozobra ante la posibilidad de perder el trabajo o el empleo, pasar a pertenecer a estratos sociales sin horizontes. La sociedad está fragmentada, se multiplican los excluidos y marginados, la violencia aumenta tanto como el delito y la corrupción mientras que los grupos privilegiados ingresan en guetos de lujo en busca de comodidad, confort, seguridad, exclusividad para vivir entre iguales.

El canto de las sirenas

No hay recetas originales ni remedios infalibles para reparar la salud perdida de las personas ni tampoco para el cuerpo social. Los argentinos seguramente podremos seguir equivocándonos, pero no podemos dejar de tener en cuenta las enseñanzas de nuestra propia historia.

Según Octavio Paz, "nuestra época ama el poder, adora el éxito, la fama, el dinero, la utilidad, y sacrifica todo a esos ídolos". Frecuentemente hemos sido seducidos por mitos de corto alcance. Proclamas militares, programas claramente demagógicos, irracionales aventuras de evidente fracaso, expectativas de crecimiento sin esfuerzo. Todos estos hechos semejan sueños ilusorios más que empresas realistas.

Somos un pueblo dividido en varios; un archipiélago; no una republiqueta sino algo más dramático: una nación invertebrada.

Nuestra Argentina no puede ni debe seguir dividiéndose y subdividiéndose continuamente entre la izquierda y la derecha, pero también dentro de la izquierda y de la derecha, dentro y fuera del justicialismo, entre el Estado nacional y las provincias, entre banqueros y ahorristas, entre acreedores y deudores, entre policías y piqueteros, entre manos duras y garantistas.

La lección de Cicerón

La columna vertebral que les falta a las naciones invertebradas es la ausencia de los mejores, que son aquellos dirigentes capaces de darles, superando sus lealtades sectoriales, un sentido de unidad a nuestro país. Escribió Cicerón en su República que la democracia ideal es aquella en la cual los más eligen a los mejores. Los más, todos los argentinos, debemos encontrar y promover a los mejores.

Los argentinos no conseguimos entendernos como una parte del mundo y reconocer que somos una parte muy pequeña. Vemos para adentro para no ver lo pequeño que nos hemos vuelto.

 Tenemos ese mito de que alguna vez fuimos grandes e importantes. 
Casi nunca nos hemos permitido cambios de fondo y tener la posibilidad de sentirnos útiles y activos. Somos por momentos una Argentina reaccionaria; siempre reaccionamos contra lo que ha sido inmediatamente antes. 
Reaccionamos pocas veces contra la falta de republicanismo, pero sí contra la crisis económica y social y hablamos para justificarnos de la herencia recibida. 
Cada gobierno aparece para deshacer en una situación de emergencia lo que hizo el anterior y esto explica por qué el país no avanzó demasiadas veces en ninguno de sus grandes rasgos sin llegar a ninguna parte ni a ningún lado. 
La política de Argentina nunca se propone discutir los grandes temas; nadie sabe cómo se puede hacer para que nuestro país funcione y que terminen por caer todos los grandes mitos que supimos conseguir. 
En algún momento tenemos que ser capaces de dejar atrás todo esto sin dejar de recordar todo lo que hemos pasado. Es necesario armarse de un pasado pero no puede haber un uso desvergonzado de ciertos aspectos del pasado para justificar cosas injustificables en el presente. Cualquier idea de borrón y cuenta nueva es ilusoria, los países son lo que han sido, el asunto es cómo manejarlo y priorizar la búsqueda de futuro. 
Las dificultades de la Argentina, paradójicamente, tienen que ver más con su riqueza que con la pobreza. La abundancia de casi todo produjo un pueblo nómade, libre, indisciplinado, con débiles vínculos jerárquicos y de autoridad y además sin la aceptación definitiva de su pasado plagado de problemas y dolores irresueltos. 
 Cuando los argentinos dejemos de sospecharnos entre nosotros, aceptemos los disensos, reconozcamos y admitamos nuestra diversidad y pluralidad, cuando traigamos nuestros capitales al país y los utilicemos productivamente, cuando acumulemos capital y no deudas, cuando hagamos buenas inversiones domésticas, cuando brindemos oportunidades a los más capaces de nuestros científicos, técnicos y administradores no instalando en su lugar a personajes sin idoneidad en las estructuras de decisión y ejecución del Estado; cuando flexibilicemos la utilización de los recursos y apliquemos mejor la mano de obra; cuando eduquemos y capacitemos cada vez a más gente, el país se hará grande y sobre todo más justo. 
 

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