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Encandilados por el autoritarismo sin abandonar la narrativa “progre”

Martes, 17 de mayo de 2022 02:04

En estos días, el problema más acuciante es la inflación. En el trasfondo, pesa el gigantesco quiebre macroeconómico que desborda a una dirigencia política, sindical y empresarial que no atina a vislumbrar alguna respuesta. No lo hacen porque los intereses personales y la corrupción los atan de manos, pero también, porque las instituciones del Estado no han logrado afianzarse en casi 39 años de intentos de democracia.

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En estos días, el problema más acuciante es la inflación. En el trasfondo, pesa el gigantesco quiebre macroeconómico que desborda a una dirigencia política, sindical y empresarial que no atina a vislumbrar alguna respuesta. No lo hacen porque los intereses personales y la corrupción los atan de manos, pero también, porque las instituciones del Estado no han logrado afianzarse en casi 39 años de intentos de democracia.

En este punto, es sumamente ilustrativa la frase del ministro de Justicia, Martín Soria, publicada ayer por El Tribuno: “A qué gobernador no le gustaría tener un juez propio en la Suprema Corte”. Ningún ministro brilla en el opaco gabinete de Alberto Fernández; pero el alineamiento acrítico que imponen las ideologías autoritarias construye figuras opacas útiles para construir dictaduras. ¿Quién brilló alguna vez a la sombra de Hitler o de Stalin?

Pero Soria, en su opacidad, solo está sumando brasas al ataque contra la Corte de Justicia. En sus declaraciones de la víspera no aparece la menor insinuación de lo que podría ser un concepto jurídico. Incluso cuando sostiene que “la Justicia es el único poder que no tuvo ningún cambio en 150 años” cuesta entender a qué se refiere. Sin embargo, para interpretar sus balbuceos, basta remontarse al inolvidable discurso de Cristina Fernández, en la Feria del Libro de 2019, cuando publicó su libro Sinceramente. Allí habló con claridad sobre el modelo de poder que ella sostiene y al que el Instituto Patria le da formato teórico: una Justicia subordinada al Poder Ejecutivo, como lo están todos los parlamentos, incluido el Congreso, cuando el kirchnerismo tiene mayoría propia. Pero también dijo que “más que reforma constitucional, es necesario un cambio de sistema”. Ese cambio de sistema parte de identificar la “voluntad popular” con la voluntad del líder, es decir, el paso de la democracia representativa al modelo delegativo y decisionista. Es decir, la dictadura. Y para que no queden dudas, el 6 de mayo, en la clase magistral que dictó en la Universidad del Gran Chaco, explicitó cuál es el modelo a seguir:

Afirmó que los Estados Unidos tienen una “economía ineficiente y no competitiva” y aseguró, destacando al gobierno chino, que “no se registra otro país que haya incorporado tantos trabajadores al capitalismo”. “El capitalismo va donde gana plata y donde le conviene; hay un latiguillo que dice que las inversiones van donde hay seguridad jurídica. Las mayores inversiones en las últimas décadas de las empresas globalizadas de todo el mundo se dan en China”.

No se trata de frases dichas al pasar. China es un país autoritario y con conflictos con todos sus vecinos; no hay libertad de expresión y no se reconocen los derechos humanos, los de las mujeres ni de las minorías sexuales o étnicas. Tiene un régimen de partido único y un concepto del liderazgo que tiende a ser vitalicio.

“China ha captado muchos capitales y grandes dosis de tecnología. Pero está muy lejos de una distribución equitativa”.
 

 

China ha captado, es cierto, muchos capitales y grandes dosis de tecnología de los países desarrollados. Eso le ha permitido ubicarse como el gran adversario de los Estados Unidos. Pero está muy lejos de haber logrado una distribución equitativa: su PBI per cápita es apenas superior al de la Argentina, porque todavía gran parte de la población está compuesta de campesinos pobres. Y tampoco es un país propenso a la beneficencia, sino más bien expansionista.

Para China, la Argentina es un proveedor de alimentos no industrializados que, además, tiene las plataformas oceánicas más extensas del mundo y está a un paso de la Antártida. Por eso, la Estación del Espacio Lejano concedida a China por el anterior gobierno de Cristina Fernández no es un acuerdo neutro: se trata de 200 hectáreas de la localidad neuquina de Bajada del Agrio donde el Estado argentino no tiene control alguno y que puede ser destinada a usos científicos, como dice Beijin, o militares. No hay control.

El sistema occidental tiene dificultades para mantener los índices de satisfacción que generaba el Estado de Bienestar, lo que debilita al modelo de la democracia representativa y republicana.

Las figuras de Viktor Orban, en Hungría, y Marine Le Pen, en Francia, como lo sigue siendo la de Donad Trump en Estados Unidos tienen, como contrapartida, la erosión de la confianza en el sistema.

La Argentina sufre esa tensión. Cristina Fernández y su sector representan un 25% de la población que sueña con una “multilateralidad” representada por el Brics (China, Brasil, Rusia India y Sudáfrica) confrontando con Estados Unidos y la Unión Europea. En términos reales: una nueva bipolaridad entre EEUU y China. Y al Brics sueña sumarse Cristina Fernández.

Eso explica la ambivalencia de Alberto Fernández frente a la invasión rusa a Ucrania, una acción depredadora basada en los intereses rusos por ampliar sus fronteras (su espacio vital), en la que cuenta con el tácito apoyo de China y de India, y mucho más explícito de parte de figuras supuestamente progresistas, como Evo Morales, Lula, (a medias, Andrés López Obrador), y de autoritarismos como Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán o Siria, comprometidos decididamente con la autocracia de Vladimir Putin.

Ese compromiso firme de Cristina Fernández con China y Rusia se tradujo a fines de 2020 en la compra de vacunas contra la COVID. Nuestro país privilegió a China, cuya vacuna es de menor eficacia, y a Rusia, que no pudo cumplir con sus promesas, y demoró por eso casi diez meses la llegada de las dosis estadounidenses. De haber actuado con transparencia y sin compromisos espurios desde el primer día, probablemente, decenas de miles de argentinos se hubieran salvado.

En la Argentina, la mayoría cree que la democracia es el mejor sistema de gobierno, pero el desencanto con los políticos, los legisladores y los jueces es generalizado. El kirchnerismo quiere un cambio de sistema, una revolución. Sin embargo, los formatos que propone transitan por un itinerario de fracasos, no solo los de Venezuela y Nicaragua, que son los más grotescos, sino de gran parte de los países latinoamericanos.
 

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