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Un plenario con muy pocas luces

El anodino documento final de la CELAC, la “Declaración de Buenos Aires”, ideologizado, contradictorio y sin perspectivas ciertas para el futuro es el fiel reflejo del desconcierto en que navega América latina, cada vez más lejos de lograr un sistema de acuerdos para consolidarse en el escenario mundial.
Miércoles, 25 de enero de 2023 08:38

Luego de un año de presidir la Comunidad, Alberto Fernández no logró extender su mandato para continuar durante la campaña electoral lo que fue un simulacro de protagonismo internacional. Ahora lo sucede Ralph Everard Gonsalvesel primer ministro de San Vicente y las Granadinas, una monarquía parlamentaria en las Antillas Menores, con unos 100.000 habitantes y un territorio de 389 km².

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Luego de un año de presidir la Comunidad, Alberto Fernández no logró extender su mandato para continuar durante la campaña electoral lo que fue un simulacro de protagonismo internacional. Ahora lo sucede Ralph Everard Gonsalvesel primer ministro de San Vicente y las Granadinas, una monarquía parlamentaria en las Antillas Menores, con unos 100.000 habitantes y un territorio de 389 km².

No fue el único fracaso: la ausencia de Nicolás Maduro se debió al temor del dictador venezolano a una “emboscada” en Buenos Aires; es decir, Fernández no le brindó ninguna garantía de que no sería detenido por las denuncias internacionales contra él que maneja Interpol.

Tampoco vino a Buenos Aires el presidente de México, Andrés López Obrador, de discurso populista en sintonía con varios de los miembros de la CEPAL y mandatario de la segunda economía de América latina y el Caribe.

Pero la irrelevancia del encuentro no es más que el resultado de la profunda fractura que atraviesa el continente, donde con distintos decorados ideológicos las dirigencias pierden legitimidad al mismo ritmo, a tal punto que en casi todas las elecciones gana la oposición, pero por márgenes ajustados y sin ofrecer alternativas consistentes frente al retroceso de la región. Por eso, la CELAC está muy lejos de representar genuinamente a los intereses y las expectativas de los países que componen América latina y el Caribe.

Todo un síntoma: Alberto Fernández “desinvitó” especialmente al secretario general de la OEA, Luis Almagro, el ex canciller uruguayo durante la presidencia de José Mujica y protagonista de los reclamos contra Venezuela debido a las violaciones a los derechos humanos. Fernández le atribuye también el “golpe de Estado”, como llaman a la movilización masiva que precedió a la renuncia de Evo Morales en Bolivia en 2019. Movilizaciones muy similares, aunque de distinto signo, a las que encabezara Morales contra los presidentes Álvaro Sánchez de Lozaday Juan Carlos Mesa, que tuvieron que renunciar.

El problema que Fernández trasladó a la CELAC no es menor. En junio del año pasado, en Los Ángeles, al hablar en la Cumbre de las Américas había reclamado la reforma total de la OEA y el desplazamiento de Almagro. Ayer, el gobierno de Joseph Biden envió con su representante Christopher Dodd a la reunión de Buenos Aires un mensaje categórico: “el gobierno de EE.UU. reafirma el valor de fortalecer la colaboración regional a través de la Organización de los Estados Americanos, el principal foro multilateral en el hemisferio occidental".

El presidente uruguayo Luis Lacalle fue categórico al decir que la CELAC es un organismo “ideologizado”, que funciona como “un club de amigos” y que tolera a integrantes que avasallan los Derechos Humanos.

La intención de degradar a la OEA es otro de los síntomas del desconcierto regional. Y ese desconcierto nace, entre otras cosas, del esmero en defender a las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Es muy difícil conciliar el criterio fundacional de la CEPAL: defender la democracia, los derechos humanos y las libertades personales, con regímenes que proscriben y encarcelan a los candidatos opositores y a los periodistas críticos, bloquean al parlamento y subordinan al la Justicia.

Ayer mismo, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) envió al plenario de Buenos Aires un minucioso y elocuente informe sobre los atropellos que ocurren en esos tres países. En el caso venezolano se añade la migración forzada de siete millones de personas, la segunda más importante del mundo después de la registrada en Siria

Salvo por razones políticas, cuesta entender la condescendencia de Lula con esos gobernantes, tan ajenos al respeto por las instituciones democráticas como su antecesor, Jair Bolsonaro.

Además de definir sus relaciones con el mundo, que son cada vez más complejas, América latina (y la Argentina) deben definir lo que se entiende por “democracia”, por “república” y por “libertades ciudadanas”.

En democracia rigen los límites que impone la ley y el derecho de los demás. No “se puede hacer cualquier cosa” como expresó un documento oficial de la Casa Rosada hace pocos días. Apostar por la democracia supone la independencia de un Congreso donde realmente debatan los representantes del pueblo, sin ataduras a la voluntad del presidente. Y supone también la independencia del Poder Judicial, para juzgar dentro de la ley, si es necesario, al presidente.

El lunes, el Consejo de Derechos Humanos respondió con dureza al pedido de apoyo para Cristina Fernández por los fallos judiciales adversos, tratando de justificar el proyecto de juicio político contra la Suprema Corte impulsado por el oficialismo. El organismo exigió, en cambio, que el país “asegure la plena independencia del Poder Judicial y de los fiscales”.

Por cierto, la teoría del “lawfare” que descalifica a la Justicia, a la prensa independiente y a la oposición es incompatible con el estado de derecho. Esa misma hipótesis ideológica - además, garantía de impunidad-  es decisivamente ajena al orden jurídico. Al menos, al de nuestra Constitución nacional.

Fernández dijo ayer en la apertura de la VII Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe: "Creemos en la democracia y la democracia está definitivamente en riesgo”. Es cierto, la democracia representativa, republicana y federal está en riesgo, porque la amenaza la vocación por el hiper presidencialismo y la autocracia, la tendencia a censurar y clausurar las opiniones críticas y sobre todo, a forzar la ley y las instituciones para satisfacer apetencias del la elite en el poder.

 

 

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