En otros tiempos, cuando llegaba el Día del Niño, la ilusión se respiraba desde temprano. No había pantallas que atraparan a los chicos, sino la ansiedad de despertar y descubrir qué juguete los esperaba en la mesa de luz o envuelto en un papel brillante. El festejo no tardaba en trasladarse a la vereda y allí, entre amigos, se compartían las novedades y cada uno exhibía con orgullo su regalo.
Los patines de cuatro rueditas eran la sensación de las décadas del 70 y 80. Con rodilleras improvisadas y más caídas que destrezas, se convertían en la excusa para recorrer la cuadra una y otra vez o ir a la plaza. No faltaban las pistas de autos con pulsador, en las que dos corredores de plástico libraban competencias interminables, ni los trenes eléctricos que, con sus vagones diminutos, daban vueltas sin descanso sobre la alfombra del comedor.
En cada casa había al menos un oso gigante o un bebote que parecía más grande que su dueña. Las muñecas compartían protagonismo con los juegos de mesa como el Ludo, el Estanciero y el TEG que reunían a toda la familia alrededor de la mesa un domingo cualquiera. Mientras tanto, los autitos de colección formaban escuderías caseras que ocupaban desde la repisa hasta la mesa del living.
La pelota número 5 seguía siendo la reina indiscutida. Bastaba un par de ladrillos o pidras como arco para que naciera un campeonato de barrio. Y no faltaban las patinetas ni los personajes entrañables como el Topo Gigio, que, aunque pequeño, tenía un lugar enorme en la imaginación de los chicos.
Era otra época, en la que el Día del Niño no necesitaba de grandes estridencias ni de tecnología de punta para ser inolvidable. Alcanzaba con salir temprano, encontrarse con los amigos y pasar la tarde intercambiando risas y juguetes. Un ritual sencillo que, todavía hoy, vive en la memoria de quienes crecieron en aquellos años.