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A doce meses de la detención de Nahuel Gallo, la historia del gendarme argentino atrapado en el laberinto político y judicial de Venezuela continúa sin respuestas claras y con un horizonte incierto. Su caso, que emergió inicialmente como un episodio confuso en la frontera con Colombia, se transformó con el paso de las semanas en un símbolo de la fricción creciente entre los gobiernos de Argentina y Nicolás Maduro, y en una preocupación constante para su familia, que todavía espera un gesto que permita destrabar la situación.
Según denunció la familia y confirmó el Gobierno argentino, Gallo fue interceptado el 8 de diciembre de 2024 cuando intentaba ingresar a territorio venezolano para visitar a su esposa y a su hijo. Desde entonces, su paradero, las condiciones de detención y el avance judicial del proceso permanecen bajo un hermetismo casi absoluto. Las autoridades venezolanas le atribuyen “vinculación a acciones terroristas” y “espionaje”, acusaciones que Buenos Aires rechaza por completo y que, a juicio de los organismos internacionales que recibieron la denuncia, presentan serios indicios de arbitrariedad.
El conflicto escaló rápidamente. El gobierno de Javier Milei llevó el caso ante la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya, representado por el embajador Diego Sadofschi, donde denunció violaciones a los derechos humanos y pidió avanzar sobre las responsabilidades del propio Maduro y de Diosdado Cabello. La presentación sumó presión a un vínculo bilateral ya deteriorado, y encendió un debate regional sobre la protección de funcionarios argentinos en el exterior.
En el plano personal, la cronología para los familiares de Gallo fue devastadora. Su esposa, María Alexandra Gómez, relató que el cabo primero estuvo alojado en la cárcel de El Rodeo, en las afueras de Caracas, un complejo penitenciario de alta conflictividad. En julio, todavía con la expectativa de obtener alguna respuesta oficial, recibió del fiscal venezolano Tarek William Saab una explicación que no logró aliviar la incertidumbre: que la detención había sido “un error”, que se trataba de un “conflicto diplomático” y que debía esperar. Poco después, con la situación estancada, ella y su hijo regresaron a Argentina.
La madre del gendarme, Griselda Heredia, también se convirtió en una voz activa. En septiembre, expresó que sintió “desesperación” cuando Estados Unidos movilizó su flota hacia el Caribe, temiendo que el clima regional complicara aún más la situación. Buscó respuestas en las autoridades argentinas y recibió un mensaje de calma por parte de Patricia Bullrich, quien aseguraba que se estaba trabajando en gestiones reservadas.
En paralelo, el Gobierno argentino llevó el caso a la ONU y la OEA, donde reiteró que la retención del cabo primero constituye una “detención arbitraria e ilegal”, llegando a catalogarla como “desaparición forzada” y “delito de lesa humanidad”. Con estas definiciones, la administración Milei busca no solo presionar al régimen venezolano, sino también instalar el caso en la agenda internacional, con el objetivo de garantizar la integridad del gendarme.
Hoy, un año después, Gallo permanece detenido y, según estimaciones oficiales, todavía se encontraría en una cárcel de máxima seguridad en las afueras de Caracas, donde habría sido trasladado a mediados de 2025. Sin acceso a información verificada ni avances judiciales significativos, la situación se mantiene en un limbo que combina tensión diplomática, reclamos familiares y la incertidumbre sobre el destino de un argentino cuya libertad continúa siendo un tema abierto para la política exterior del país.
Mientras tanto, su nombre resurge cada cierto tiempo como recordatorio de una trama que trasciende fronteras y que todavía espera una resolución que regrese algo de normalidad a su familia, hoy dividida por la distancia y el silencio de un proceso que sigue sin ofrecer señales de alivio.