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Una bruja fue contratada para matar, falla y recurre a sicarios

Domingo, 10 de julio de 2011 12:08
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La noche del 30 de diciembre de 1890, estaba oscura y gélida, el viento lastimaba la cara y el frío calaba los huesos. Por el callejón en penumbras venía Felipe Conesa. Llevaba un sombrero que apretaba con una mano contra su cabeza para que no se lo arrancara el viento. Y protegía su cuelo con una bufanda de colores oscuros. Sus dedos se le congelaban aún con los mitones de cuero de oveja. Era un poco más de las 20, pero las calles ya estaban desiertas.

Con esfuerzo, peleando contra el clima, avanzaba Felipe, el sombrerero de la cuadra, que venía, como buen zaragoceño, de tomar unas cuantas copas de jerez en el Horno de Pan, como se llamaba el bodegón en el que se juntaban, al caer la tarde un grupo de amigos, para compartir penas y alegrías, después de un largo día de trabajo.

Estaba a media cuadra de su casa cuando, de pronto, emergieron dos sujetos que lo tomaron a traición, impidiéndole toda posibilidad de defensa.

Eran dos muchachos fornidos. Uno lo tomó del cuello desde atrás y lo tiró al piso mientras el otro lo apuñalaba una y otra vez.

La hoja del enorme cuchillo destrozaba, en cada embestida, sus órganos vitales. El asesino lo quería muerto...bien muerto.

Felipe quedó en el suelo embadurnado en su propia sangre, que teñía la nieva.

En su casa, su esposa, Carmen Martínez y su hija adolescente escucharon ruidos extraños que provenían del exterior. La mujer corrió la cortina colorada y miró a la calle, pero no vio nada, estaba demasiado oscuro.

Pocos minutos más tarde, alguien golpeaba su puerta desesperadamente, al tiempo que gritaba “­Carmen, Carmen, que lo han herido a Felipe!”.

La mujer bajó las escaleras enredándose en su propio vestido. Y cuando ganó la calle vió a Felipe, su marido, muerto. Se tomó la cabeza, cerró los ojos y comenzó a llorar, desconsolada... ¿desconsolada?

 

La investigación

El cuerpo del infortunado sombrero fue llevado a la morgue. Allí se determinó que le habían aplicado 11 puñaladas. No le habían llevado la billetera, donde había unos 20 duros ni su valioso reloj de bolsillo Omega, con cadena de oro.

Pronto comenzaron las especulaciones. No había sido un robo. Al guíen lo quería muerto, bien muerto, pero ¿quién podría desearle la muerte a ese joven hombre, trabajador y padre de familia?

Felipe Conesa, de 40 años, era un empresario propietario de una fábrica de sombreros que gozaba de una buena posición económica. Vivían en un barrio acomodado llamado Torreto, en Zaragoza, al norte de España.

El y su mujer Carmen Martínez, de 35 años, trabajaban tiempo completo en el emprendimiento y junto con su hija de doce años, formaban una familia aparentemente feliz y perfecta. El trabajo no faltaba y el negocio iba en alza; tenían tres empleados y entre ellos estaba un tal Antonio Aragonés, de 30 años, soltero, al que, después de un par de años de antigedad lo ascendieron como encargado, lo que le permitía a Felipe, tomarse un respiro de vez en cuando.

Antonio era de estatura mediana, más bien tirando a petizón, cabello oscuro y crespo, nariz recta, espaldas anchas y andar seguro.

No era muy hábil con las palabras, pero su mirada seductora y cierto misterio que lo rodeaba le otorgaba de un especial atractivo, sobre todo para las mujeres casadas algo hastiadas de la rutina de la vida conyugal.

Siempre atento con Carmen, ayudándola en todo momento, con pocas palabras pero con dulces gestos comenzó a conquistarla. Poco tiempo había pasado para que la mujer se diera cuenta de que se estaba enamorando del guapo morocho tan distinto a su marido que era alto, de cabellos ensortijados castaños y de una personalidad arrolladora que le hacía pensar que su mujer nunca habría de mirar a otro hombre porque nadie había como él, superior a todos.

­Marche preso!

Pronto los rumores apuntaron a Antonio y con ella a Carmen. Los otros empleados comenzaron a divulgar por lo bajo, que era común verlos entre los mesones de paños conversando animadamente. Alguno dijo haber visto cuando Antonio besaba las manos de Carmen y la empujaba contra las telas para dar lugar a una pasión descontrolada.

Esto duró un par de años, pero lo que en un principio para la mujer había sido una simple aventura para matizar el hastío y para demostrarse que no era inferior a su esposo, se había convertido en amor.

Con esos datos, las autoridades fueron a buscar a Antonio a su pensión y lo metieron en una celda oscura, donde como por arte de magia desapareció su carisma y talante de hombre valiente. En un par de pestañeos, se transformó en una niña llorosa que sin mucho andar contó toda la historia exponiendo a su amada a la muerte por el espeluznante garrote vil.

Bruja se busca

Tras un par de interrogatorios Antonio contó que para ellos Felipe se había transformado en una molestia que había que erradicar. Por ello, junto a Carmen elaboraron un plan para continuar no sólo su jolgorio sino para apropiarse de la sombrerería. “Teníamos que matarlo”, relató, pero ¿cómo?

Allí, dijo, le contó a Carmen lo que había tramado y ella estuvo de acuerdo. La idea era asesinarlo dándole pequeñas pócimas de algún veneno, pero no sabían cuál debían usar. Y por ello y como en esa época no existía Google, salieron en busca de una bruja que les diera los elementos necesarios para el crimen.

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