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6 de Agosto,  Salta, Centro, Argentina
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Los amores de Sarmiento

Sabado, 10 de septiembre de 2011 20:26
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Como sabemos, hoy se cumplen 123 años de la muerte del expresidente Domingo Faustino Sarmiento, uno de los personajes más polémicos de nuestra historia. Quizá porque fue capaz de decir y sostener horrorosas cosas y también genialidades. Pero de sus aciertos y errores ya se ocuparon, y lo seguirán haciendo, muchos historiadores. En esta oportunidad, solo recordaremos una de las facetas más sensibles de su personalidad y, quizá, la menos conocida: su excesiva debilidad por las mujeres. Cuentan que por ellas sufrió muchísimo pues tuvo más de un desengaño en su agitada vida. Y, si bien su aspecto exterior no le ayudaba mucho para ser un conquistador, -dicen que era feo, torpe y mal aliñado-, pero en el trato con las damas era de temer. Es que no había mejor conversador que él.

Y sobre su debilidad por las mujeres, Sarmiento contó una vez: “En París compré una copia de la Venus de Milo, en cuya base puse esta inscripción: “A la grata memoria de las mujeres que me amaron y me ayudaron en la lucha por la existencia”, y agrega: “Hay las mujeres de la Biblia, hay las mujeres de Shakespeare, hay las de Goethe. ¿Por qué no he de tener para mí las mujeres de Sarmiento?”.

Primer amor

Su vida amorosa comenzó en su primer exilio en Chile. Fue cuando conoció una jovencita chilena, Jesús del Canto, que tenía su misma edad, 20 años. Siendo maestro en San Francisco del Monte nació el romance y, de ese amor, nació Faustina, a quien Sarmiento reconoció y luego la envió a San Juan para que la criaran y educaran su madre y hermanas. De la madre de Faustina nunca más se supo, pero su hija siempre acompañó al padre, tanto que él murió en el Paraguay junto a ella.

En 1945 Sarmiento estaba nuevamente exiliado en Chile. Tenía 34 años y pasaba días enteros en la casa de una bellísima y acaudalada señora, doña Benita Martínez de Pastoriza. Era una joven chilena que estaba casada con un hombre mucho mayor, don Castro Calvo.

A fines de 1945, Sarmiento debió viajar a EE UU, Europa y Africa de donde regresó tres años después. En el ínterin, Benita tuvo un hijo varón y enviudó. Del niño siempre se dijo que era hijo de Sarmiento y, aunque por entonces no había pruebas de ADN, los ocurridos posteriores casi confirmaron las sospechas. Es que Sarmiento, no bien llegó a Chile, se casó con Benita, adoptó al niño de tres años y le dio su apellido, pasando a ser Domingo Fidel Sarmiento.

Vuelta a la Argentina

Luego de Caseros, Sarmiento regresó a la Argentina en dos oportunidades, la última en 1855. Estando en Buenos Aires se reencontró con la hija de un viejo amigo del exilio, Aurelia Vélez Sarsfield “La Petisa”, hija dilecta y secretaria del Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield. La había conocido quince años antes en Montevideo, cuando ella tenía nueve años. Aunque la había visto en 1952, entonces la encontró cambiada y deslumbrante. Era hermosa, inteligente, escritora, política y tenía 24 años. Sarmiento, de 44, sintió el flechazo. Era su mujer ideal, aunque había un inconveniente casi insalvable para entonces: ambos estaban casados, aunque ella ya se había separada de su primo-marido. Pronto, Aurelia y la política, convencieron a Sarmiento de que debía establecerse en Buenos Aires. La política le permitió ocupar diversos cargos en forma simultánea: edil capitalino, senador provincial, jefe del Departamento de Escuelas y periodista de El Nacional en reemplazo de Mitre.

Sarmiento todas las noches iba a las tertulias en la casa de los Vélez Sarsfield. Allí “La Petisa” lo atendía a cuerpo de rey, mientras Benita, su mujer, permanecía en Chile -como correspondía-, cuidando a Dominguito.

Pero eso fue hasta que a la chilena, famosa por su belleza y también por sus feroces celos, resolvió ir por su marido a Buenos Aires. Cuando Sarmiento se enteró de la determinación de su mujer, fue como si el mundo se le hubiera venido encima. Adiós tertulias e idilios.

Para peor, cuando Benita y Dominguito llegaron a Buenos Aires, la familia debió ir a vivir en la misma cuadra de la “La Petisa” Vélez Sarsfield.

Como buena celosona, Benita pronto descubrió las complicidades, los pretextos y las argucias de los amantes. Como es de imaginar, la vida de la familia se transformó en un infierno que duró hasta 1861, cuando Mitre, quizá sabedor de todo, se apiadó de su amigo y lo designó gobernador de su provincia natal. Desde San Juan, Sarmiento escribió cartas a su esposa y a su amada Aurelia. Pero como “el diablo hace la olla pero no la tapa”, el destino quiso que una encendida carta destinada a Aurelia cayera en manos de Benita. Dominguito trató de arreglar el entuerto, pero Sarmiento, reaccionó como viejo zorro que era. Se dijo, “esta es la mía” y, tomándose las de villadiego, se separó en el acto después de 14 años de matrimonio.

Romance yanqui

Luego de dos años de gobernador en San Juan, Sarmiento partió como embajador plenipotenciario a EE UU. Desde allí siguió su romance con Aurelia, pero eso no le impidió tirarse una cana al aire.

Fue con su profesora de ingles Ida Wickersham, una yanqui 30 años menor que él. Estaba casada con un médico al que Sarmiento definió como un hombre “encantador”. Pero su aventura duró poco. Luego de que él regresara a la Argentina en 1868, al ser elegido presidente de la Nación, Ida -ya divorciada-, le imploró para que la trajera con el grupo de maestras yanquis contratadas por Sarmiento. Se hizo el sordo y nada contestó. Ella le escribió tiernas cartas de amor hasta 1881, pero el Maestro seguía tiernamente enamorado de su “Petisa”Aurelia Vélez Sarsfield. La última carta

Pasaron los años y el romance con Aurelia siguió viento en popa. Ya entrado en años, sordo y enfermo, Sarmiento partió al Paraguay donde estaban su hija y nietos. Desde allí, y a sus 77 años, le escribió a Aurelia: “Venga al Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida. Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndidos, el Chaco incendiado, música, bullicio y animación. Venga, que no sabe la bella durmiente lo que se pierde de su príncipe encantado”.

Ante el ardiente llamado del amante, Aurelia partió al Paraguay, pero esta vez la vida le jugó una mala pasada. No estuvo junto a él cuando un día como hoy, Sarmiento, en la madrugada del 11 de septiembre de 1888, le pidió a su nieto Jesús, que lo ayudara a sentarse para ver el amanecer. Fue el último de su larga y peliaguda vida.

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