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Las botas chapoteaban en una franja de 80 km de costa marítima sobre el canal de la Mancha. Ciento cincuenta mil soldados se mojaron los pies en esas playas. Cubriéndoles las espaldas, cinco mil barcos escupían pertrechos y lanchas desde sus vientres abiertos. En el cielo, once mil aviones tronaban con furia, ametrallando y bombardeando las posiciones enemigas, la frontera marítima más protegida y blindada que pudiera concebir un estratega.
La invasión que irrumpió en las costas de la Normandía francesa ese 6 de junio de 1944 habría de quedar en la historia como el mayor desembarco anfibio en la crónica de las guerras humanas. Fue el Día D, momento crucial en el cual los ejércitos de los Estados Unidos y el Reino Unido, bajo el mando de Dwight D. Eisenhower, se abalanzaron sobre la Francia ocupada por los nazis. Ese Día D (D por desembarco) comenzó una batalla en la cual, proclamó el general Eisenhower, “no aceptaremos nada más que la victoria”. Al ponerse ese sol primaveral del Día D de 1944, los Aliados ya habían establecido la cabecera de playa.
Menos de un año después, tras masticar una pastilla de cianuro, Adolf Hitler se hacía estallar el cráneo de un balazo en los profundos sótanos de su bunker berlinés y el Tercer Reich se hundía con estrépito apocalíptico. Pero la hazaña indescriptible de Normandía no fue un paseo triunfal: más de nueve mil combatientes de los Aliados dejaron sus vidas en esas playas ensangrentadas. Una masiva matanza se había consumado, pero a partir de allí la suerte de los nazis estuvo sellada.
Eso fue el Día D, nada más y nada menos que el principio del fin. Al proclamar en la Argentina su propio día de la victoria, el 7D, Cristina Fernandez ya parece autocondenada a recorrer un sendero de disparatadas consecuencias. Es que la misma idea militarista y seudo épica de una jornada gloriosa, marcada por el inaudito proyecto de que descomponer el mayor grupo mediático nacional de capital privado equivale a la victoria de la causa popular que alega encarnar el Gobierno, revela un profundo desajuste argentino.
Porque, ¿qué puede cambiar en el país si la mañana del 10 de diciembre tropas combinadas de las fuerzas de seguridad rodean las instalaciones de Canal 13 y/o CableVisión y las intervienen y ocupan manu militari?
Tras configurar, financiar y desplegar la mayor red mediática de propaganda oficial que se recuerda en la historia nacional al servicio de un gobierno, ¿por qué necesitan, además, asegurarse de que, ante el evidente fracaso de sus medios propios, se produzca le desaparición de aquellos que, por muy diversas razones y desde muy diferentes orígenes, no admiten hoy el vasallaje a la Casa Rosada y su caja de infinitos recursos?.
La semana pasada la Presidente quiso convertir al tercer aniversario de la llamada ley de medios en una fecha poderosa del historial patrio. Prodigiosa fantasía de la narrativa, la ley que reemplazó al vetusto Comfer por la igualmente paquidérmica Afsca, no logró en estos 36 meses que ninguna de las aparatosas promesas oficiales se acercara siquiera remotamente a sus difundidas proclamas.
La comunicación no solo no pasó a ser horizontal y la palabra no sólo no se democratizó, sino que, muy por el contrario, los procesos de transferencias de medios al margen de la ley siguieron con toda naturalidad, como lo revela la venta de las cinco radios que acaba de devorar al colosal grupo económico de Cristóbal López, fuertemente anclado en el juego en todo el país. Además, quienes imaginaban el florecimiento de decenas de radios y televisoras en todo el país, operadas por comunidades de pueblos originarios, cooperativas, sindicatos de base, universidades y grupos experimentales, deberán esperar otra ocasión.
En el tercer aniversario de su ley de medios, la Presidente se dirigió a una platea donde descollaban el exministro menemista José Luis Manzano, el exbanquero menemista Raúl Moneta y los multimedia todo terreno, como Sergio Szpolski y el millonario heredero Matías Garfunkel Madanes, algunos de los operadores predilectos de la nueva nomenclatura cristinista. ¿En esto termina tan desaforado esfuerzo retórico? ¿Qué ganaría en realidad el Gobierno si el 10 de diciembre desapareciera del aire la señal Todo Noticias o en Telenoche debuta como columnista principal el intelectual estatal Ricardo Forster?.
El Gobierno se zambulló en una guerra sin límites ni tregua, convencido de que torcerle el pulso al Grupo Clarín sería el punto de partida de una epifanía nacional. Maciza y monocorde la apuesta oficial, esta asombrosa decisión de librar una batalla excluyente y sistemática contra lo que bautizó como eje del mal, impresiona no solo la decisión blindada, sino también una ausencia tan completa de frenos y matices, que no han previsto un desenlace honroso.
El equivalente contemporáneo a las corporaciones y factores de poder de hace 30/40 años, hoy son los medios de comunicación; así piensa y actúa Carlos Zannini, militante maoísta en los años '70, que hace nueve largos años es el estratega y pensador oficial por antonomasia, ha dicho en público que Esos factores supieron ser las Fuerzas Armadas, las grandes empresas, la Iglesia Católica, los sindicatos.
Para Zannini, en quien la Presidente cree al pie de la letra, el centro del dispositivo “enemigo” hoy es un grupo de medios al que se descripto como capaz de voltear gobiernos e imponer políticas.
Es una pintoresca deducción. El poder de las corporaciones de hace 30/40 años radicaba en su poder efectivo y compulsivo. Lo padeció la democracia naciente, con tres motines militares, trece paros generales de la CGT y el ataque terrorista de La Tablada.
El lector compra este diario porque quiere, lo necesita y lo busca. Lo mismo sucede con los diarios, las radios y los canales de TV que el Gobierno quiere suprimir: ¿alguien lee, escucha o ve contenidos contra su propia voluntad, con una pistola apuntándole a la cabeza? ¿El rating de Marcelo Tinelli o, para el caso, el liderazgo imbatible de la señal de noticias TN, es resultado de una fuerza bruta que se le impone a la voluntad del pueblo? El viejo y lamentable mecanismo setentista sostenía que las mentes del pueblo habían sido colonizadas por su enemigo de clase.
Diagnosticaban, como vanguardia iluminada, que las masas leían, escuchaban y veían contenidos que no favorecían sus propios intereses. Era la teoría de la “alienación”: las vanguardias serían las patrullas de avanzada que resolverían lo que “las masas” deben leer, escuchar y ver por TV. Es una construcción intelectual que termina con calamidades, como la “revolución cultural” china de molde maoísta. ¿Acaso no admite Zannini que para el gobierno su principal batalla se libra en el terreno “político-cultural”?
Todo este dispositivo “revolucionario” y esencialmente estéril ha sido finalmente secuestrado por las viejas fuerzas de tareas de la comunicación mercenaria, algo rudimentario y a la vez tragicómico en esta Argentina de fines de 2012. Es una épica que se derrite y una mesiánica promesa de un nuevo amanecer a la que se le descorre el maquillaje.
El Grupo Clarín, cuyo historial no es impecable (¿qué historial lo es?), no es la Alemania nazi. ¿Se animará el Gobierno a “desembarcar” el 7 ó el 10 de diciembre? ¿Terminará preso de sus propias bravuconadas? Ex afiliado del muy antiperonista Partido Comunista, Martín Sabatella no es el general Eisenhower. Sin embargo, no estaría de más considerar que 9000 cadáveres quedaron desperdigados por las playas de Normandía en las primeras horas del desembarco.
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