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Las turbulencias ocurridas en los últimos días invitan a una reflexión profunda sobre los riesgos de vivir en una sociedad exasperada.
La protesta de los prefectos, gendarmes y algunos núcleos de la segunda línea de otras fuerzas colocó a las instituciones responsables de la seguridad ciudadana en un estado de asamblea que no puede prolongarse, so pena de llevar a la sociedad a una situación crítica.
Los uniformados tienen derecho a percibir un sueldo digno pero, por la naturaleza de sus funciones y por la imprescindible disciplina de la organización que integran, no tienen ni pueden tener derecho de huelga.
Sin embargo, las autoridades debieron percibir el malestar que se venía generando por las diferencias aparentemente desproporcionadas de las remuneraciones entre las distintas jerarquías, los pagos en negro y la ausencia de espacios para plantear las inquietudes y ser escuchados.
La reducción drástica de las remuneraciones a partir de un decreto presidencial evidencia falta de prudencia política de parte de quienes estuvieron a cargo de la ejecución del ajuste. Contrariamente a lo que se supone, el descabezamiento de las dos principales fuerzas involucradas no puede ser el castigo por la mala instrumentación del decreto, ya que ellos se limitaron a cumplir la orden superior. En cambio, es lógico su desplazamiento porque la insubordinación generalizada que ya lleva cinco días evidencia una fractura en la cadena de mandos. Los jefes de la Gendarmería y la Prefectura perdieron autoridad.
El cambio de jefes, no obstante, no resolvió el conflicto, que sigue erosionando el clima político del país.
Al respecto, es necesario destacar la imprudencia de las interpretaciones que atribuyeron la insubordinación a una intentona golpista. Afortunadamente, no existe en el país la posibilidad de un golpe de Estado, aunque la impericia de algunos funcionarios puede terminar perjudicando a un gobierno nacional, elegido hace casi un año por una mayoría aplastante y que se apresta a celebrar una década desde que se inició el proceso por el cual transita el país. Pero es aconsejable la cautela.
Hablar de propósitos destituyentes, como hacen algunos intérpretes que pretenden acompañar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, es una forma de cerrar los ojos e impedir el diagnóstico adecuado para resolver un problema que involucra a la seguridad de todos.
Cuando la realidad plantea desafíos, hay que asumirlos sin tapujos ni autoengaños. Buscar los culpables afuera es una manera de sacarse el problema de encima; pero en la vida política, eso se paga. La protesta de los uniformados no es otra cosa que un reclamo salarial que se expresa en un estado deliberativo. En general, se la percibe como una crisis de autoridad nacida de un problema inherente a la propia gestión.
Otro aspecto que no debe ser desatendido se refiere a la seguridad ciudadana. La falta de confianza del actual gobierno en las policías Federal y Bonaerense derivó en la asignación de nuevas funciones a las otras fuerzas, especialmente la Gendarmería Nacional. Las Fuerzas Armadas, las policías, la Prefectura y la Gendarmería tienen objetivos específicos, para los cuales preparan a sus hombres. No pueden, entonces, ser afectados al reemplazo de los policías. Si las policías no ofrecen garantías, el Estado debe depurarlas y modernizarlas.
La crisis de estos días refleja dos distorsiones severas: la confusión de los roles, que no debería prolongarse más en el tiempo, y la disconformidad con el nivel de remuneraciones, gran parte de ellas en negro.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner tiene por delante tres años de Gobierno; ninguna amenaza se cierne, afortunadamente, sobre la estabilidad institucional. Es necesario, entonces, que el actual conflicto se resuelva con pericia política y que se adopten las medidas necesarias para normalizar definitivamente las instituciones que deben velar por la seguridad de todos.