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La movilización ciudadana del jueves pasado fue lo suficientemente contundente como para obligar a toda la dirigencia política del país a replantearse ciertos valores y criterios que están en crisis desde hace más de una década.
En primer lugar, estamos ante una crisis de representación democrática. La gente salió a la calle para protestar, para formular reclamos y para hacer conocer un enorme descontento. Pero esa multitud actúa en forma inorgánica, carece de líderes y no tiene a nadie que formule racionalmente sus planteos. Esa tarea es un desafío para todos, oficialistas y opositores.
El Gobierno deberá revisar sus certezas y analizar las respuestas prácticas que pueda brindar a la ciudadanía. La oposición, a su vez, está obligada a buscar definiciones ideológicas y programáticas que diseñen una alternativa.
La crisis de representación se vincula a desajustes en el funcionamiento del sistema democrático.
Hoy se habla mucho de “modelo”, una palabra acuñada en la década de 1990 para definir alternativas económicas dentro de una visión única de la etapa neoliberal del capitalismo. Hoy, en cambio, el uso del término se confunde con la noción de “sistema”.
Desde el punto de vista económico, el sistema capitalista supone normas que se deben cumplir: previsibilidad, seguridad jurídica y crédito. El país, desde hace ya más de medio siglo, vive un capitalismo precarizado. Las políticas, proteccionistas o liberales, deben responder a un proyecto de país basado en la producción, el empleo genuino y la inversión.
Desde el punto de vista institucional, también es imperioso lograr la estabilidad dentro de la ley. El sistema republicano y democrático exige el respecto absoluto por la división de los poderes: un Congreso independiente que legisle, un Ejecutivo que administre dentro de la ley y un Poder Judicial que controle. No es lo que pasa y este no es un problema del Gobierno, sino de nuestra cultura política.
La gente salió a protestar.
Aquella frase lacerante de 2001, “que se vayan todos” sigue teniendo alguna vigencia, aunque el actual Gobierno ha dado sobradas pruebas de su voluntad de sobrellevar las crisis y los cuestionamientos que se presenten.
Este es un Gobierno dispuesto a gobernar, aunque el reclamo no admite oídos sordos ni frases hechas. La protesta se produjo luego de una década de crecimiento sostenido y ese dato no debe ser usado para descalificar a los manifestantes, sino para tratar de desentrañar el mensaje de las calles.
La Argentina necesita recuperar su orgullo como Nación. El primer paso para lograrlo consiste en evitar que las diferencias políticas nos conviertan en enemigos. No es mera retórica: Juan Domingo Perón decía en 1955 que “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” y regresó en 1972 sosteniendo que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”.
Y de inmediato se abrazó con Ricardo Balbín. En el velatorio de Perón, el fogueado líder radical dijo: “El antiguo adversario viene a despedir a un amigo”. Fueron dos patriotas que seguían sosteniendo ideas y proyectos contrapuestos pero supieron olvidar cárceles y exilios en función del bien de la Nación.
Cuatro décadas después su ejemplo, ignorado por la mayoría, sigue siendo válido. No es aventurado suponer que el desordenado reclamo que se esparció por las calles del país pueda vertebrarse en el pedido de un proyecto común, con objetivos de grandeza.
La ciudadanía no quiere palabreríos huecos, sino que le garanticen seguridad, inclusión social, empleo decente y educación pública. Y tolerancia. La democracia es, esencialmente, pluralidad y tolerancia. El mesianismo y el autoritarismo son esencialmente antidemocráticos, sean de izquierda o de derecha.
El gran desafío que deja el 8N es el de construir un país plural, donde convivan distintas visiones, credos e ideologías, con un pueblo unido por el amor a la Patria.