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Hay expresiones que no conllevan insultos sino que denotan el pobre nivel lingístico de quienes las profieren.
La imprecisión del lenguaje con respecto a las discapacidades se da, también, en relación con otras actividades.
En febrero del año 2000, cuando el SIL promediaba casi un año de intensa actividad informativa sobre la lengua, recibí un llamado telefónico de la Asociación Colibrí en la cual se quejaba por el uso indiscriminado de términos, mayormente ofensivos, para personas que sufren alguna discapacidad, en especial de tipo mental. A la vez, me consultaban si era posible realizar algún tipo de acciones para evitar tal abuso verbal.
Ante la solicitud de que les escribiera para recomendarles desde mi Servicio que se tuviera un mayor respeto en el uso de ese tipo de palabras, les envié una carta, en procura de que se lograra algo de lo que ellos pedían.
A continuación, reproduzco algunos tramos con el objeto de ilustrar a mis lectores sobre ello.
Aclaraciones sobre voces ofensivas
“Es conocida la inveterada afición, de los hablantes en general -expresaba en mi nota-, cuando utilizan el lenguaje en un nivel informal y espontáneo, a insultar o burlarse de otras personas utilizando apelativos como “loco”, “tonto”, “idiota”, “estúpido”, y otros similares. Esto, que en un principio habrá tenido seguramente una intención ofensiva, se habría generalizado como mecanismo de “terapia lingística” para descargar malos humores, enojos y situaciones por el estilo, motivo por el cual se fue perdiendo la intención inicial aludida y, en general, nadie pretende, con tales expresiones, ofender a personas disminuidas”.
“La imprecisión del lenguaje con respecto a las discapacidades se da, también, en relación con otras actividades humanas, buenas o malas, lícitas o no, que son denostadas por parte de algunos (muchos) congéneres: en ciertos casos porque no están de acuerdo con ellas; en otros, simplemente para “tener algo de qué reírse” o para hacer bromas sobre los defectos de los semejantes. Ejemplo de ello son los comportamientos inadecuados en lo que atañe al sexo (y también a las actividades humanas de mayor intimidad y reserva): de todo esto nacen los insultos, en los que se hace partícipes a las madres (u otras personas, según corresponda), aunque en ningún momento estas merezcan la calificación que se les adjudica: “puta”, “hijo de puta”, “puto”, “maricón”, “pelotudo”, “boludo”, “hacer cagar”, etc. Otro caso es el de oficios o profesiones que no son del agrado de quien insulta o bien porque la persona que los practica no es de su simpatía: “cura de mierda”, “milico”, “sirvienta”, “muchacha”, “lustra”, “busca”, “vago”, etc. También es el caso de quienes, a través del lenguaje, discriminan sexual, racial o religiosamente, el cual -según nuestro criterio- es el más perverso: “sudaca”, “indio”, “coya”, “negro”, “bolita”, “chilote”, “judío”, “turco”, “zurdo”, “facho”, “gitano”, “chupacirios”, “comehostias”, etc. Entre todos ellos se destacan aquellas situaciones lingísticas en las que se quiere poner énfasis en los defectos humanos físicos o síquicos: “loco”, “viejo choto”, “tonto”, “opa”, “tarado”, y toda una gama de expresiones de esta naturaleza. Incluso, en los últimos años se ha notado la “moda” de utilizar insultos, como los que reproducimos, para saludarse afectuosamente, mostrar mayor afinidad con una persona y testimoniar, así, su confianza con la misma”.
No malas palabras, pero...
“Respecto de todo lo dicho, debemos manifestar que la lengua no tiene “malas palabras”, tal como nos decían nuestros padres: pueden ser palabras “malsonantes” y de mal gusto y mala educación. En realidad son malas las intenciones con las cuales utilizamos determinadas palabras. También, si tenemos la intención de burlarnos de los defectos del prójimo, las palabras y el mensaje estarán teñidos de dicha intención. En resumen: las palabras en sí mismas no reflejan necesariamente una mala intención, si esta no existe en la voluntad de quien las pronuncia. Pero también es verdad que no es recomendable -por respeto a las personas discapacitadas, inferiores física o síquicamente, humildes y que no hacen valer sus derechos o bien por respeto a todos nuestros semejantes que son iguales a nosotros aunque sean de otro sexo, religión, raza, color o manera de pensar- utilizar apelativos que pueden ser tomados por nuestro interlocutor como agresivos, dañinos o irrespetuosos. Es conveniente que a esto lo hagamos carne de nuestra vida, o sea que nos acostumbremos a obrar (o hablar) de tal manera que, en adelante, nuestro automatismo no nos traicione utilizando expresiones de las cuales enseguida nos arrepintamos”.
Recomendaciones
“Ahora bien -concluía con mi intervención-, fuera de estas recomendaciones e información sobre la utilización de palabras con determinadas intenciones, nosotros, como miembros de un organismo asesor sobre el uso de la lengua, no tenemos competencia ni menos autoridad como para decir a nuestros semejantes cómo deben usar las palabras y cuál es el respeto que siempre debe trasuntar en todas sus comunicaciones”. “Por todo lo dicho, nos complacemos en hacerles llegar nuestra opinión en esta nota, de modo que la puedan utilizar como un argumento de especialistas de la lengua, solamente en el área de su competencia y, si están dispuestos a hacerlo, realicen la difusión de la misma por los medios masivos de comunicación en todas las ocasiones que juzguen conveniente”.
Como conclusión
En otras oportunidades me había referido a las llamadas “malas palabras”, mote con el que nuestras madres y abuelas calificaban nuestros enojos y exclamaciones, traducidos en una verborragia “propia de un carrero”, como normalmente ellas se encargaban de valorar tales exabruptos de niños “bocasucias”.
A pesar de ello, debo enfatizar, como dije más arriba, que en los últimos años se produjo un cambio abrupto en el uso cotidiano de estas palabras. En la actualidad (quizá por la difusión que de ellas hacen programas televisivos procaces, que carecen del más mínimo respeto por el público y el ámbito en que se profieren), muchas de estas voces o compuestos han dejado de tener un sentido agresivo o insultante, utilizándolas, simplemente, como “vocativos” o sea, palabras que se utilizan para llamar la atención del oyente: “No es así como vos decís, bolú!”. “Che, que te parió, hijo de puta, no te hagás el pelotudo”. Tales expresiones no necesariamente conllevan insultos sino que, lamentablemente, denotan el pobre nivel lingístico de quienes las profieren...