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A “hijo tonto” se le dio por pellizcar a las chiquilinas del barrio. Las madres les llevaban sus quejas a doña Chela.
Los Rojas Medina eran respetados moradores del barrio. Ella, doña Chela, cerrillana de pura cepa, como se presentaba, en su juventud había ido con sus padres a Chile. Allí conoció a don Nicanor, un cumplido cincuentón ansioso de buscar y encontrar nuevos caminos para su vida. Y bien, se conocieron, se enamoraron, se casaron y se radicaron en Salta, ciudad a la que el incomparable Nicolás López Isasmendi definió como “poético vergel”.
Con los ahorros del trasandino, más la ayudita de sus suegros, los recién casados abrieron un almacén de ramos generales. Trabajaron los dos duro y parejo, y prosperaron. Con los años, todo en la vida parecía sonreírles, si no fuese por un detalle: ya iban para viejos, sobre todo él, y no tenían hijos. Doña Chela se lamentaba: -No sé qué pasa. Noche tras noche, sin faltar una, salvo las de fuerza mayor, en estos diez años que llevamos casados, hemos buscado al heredero, y nada.
Pero un día el barrio se alborotó con la noticia del embarazo de la cerrillana que, a los nueve meses, como es costumbre en estos casos, fue madre de un changuito al que llamaron Belisario.
El chico creció sano y robusto, aunque un tanto retraído. Completó la primaria sin dificultades.
Y ahí comenzó la cosa. Belisario sufrió un cambio llamativo. Dejó de ser un buen muchacho, obediente y estudioso, para convertirse en un vago mayúsculo, atrevido y solapado. Se volvió más retraído y casi no tenía relación con sus padres que decidieron consultar con un médico.
El elegido fue el doctor Delgadillo, un español de pocas pulgas que evitaba el trato con la gente del barrio. Tomó el caso de Belisario con mucho interés. Lo sometió a varios exámenes físicos y mentales (“no soy experto en seseras, pero algo entiendo”, dijo); les pidió a doña Chela y a don Nicanor un par de días para darles el “resultado de mis observaciones”. Al cabo de ellos los citó y les dijo: -Pues, verán señores, su hijo, físicamente, está perfecto; pero de la mollera, ni hablemos! Es un bobo, u opa sin vueltas, como ustedes dicen.
Desconsolada, doña Chela se confió a las vecinas. -¿El gallego dijo que es opa?, preguntó doña Pancha. No, no dijo que es opa, sino bobo, un poco tonto, quiso minimizar doña Chela.
-Era de esperar, terció doña Eduviges, don Nicanor ya es casi un viejo, y los críos de padres muy maduros suelen salir deficientes. Y cruzó disimuladamente los dedos, por las dudas.
El asunto fue que Belisario pasó, desde entonces, a ser “el hijo tonto” de los Rojas Medina. Y los changos lo gozaban: -Che, “hijo tonto”, vení a jugar, lo invitaban. Pero esas fallutas invitaciones pronto desaparecieron porque “hijo tonto”, morrudo y torpe, y un cachito malintencionado, les causaba más bajas que una guerra.
A “hijo tonto” se le dio por pellizcar a las chiquilinas del barrio. Las madres les llevaban sus quejas a doña Chela que siempre daba la misma excusa: -¿Qué quiere que haga? Es “hijo tonto”!
Una tarde un papá lo sorprendió justo cuando pellizcaba los cuartos traseros de su nena, y le asestó un cocacho que le sirvió de sosegate. Se olvidó de las chiquilinas, y se dedicó a quitarles chupetines a los más chicos y a robarles trompos y baleros. Y doña Chela siempre con su muletilla: -¿Qué quiere que haga? Es “hijo tonto”!
Algunas comadres lo consideraban más que tonto. -Es opa “untululu”!, que era la máxima categoría del opa. Y así pasaron los años. Cuando cumplió 20 “hijo tonto” pronunció algunas de las pocas palabras que se le escuchó en casi dos lustros: -Estoy enamorado, dijo.
Hubo revuelo en el barrio. Los vecinos les encargaron que averiguasen de “qué se trataba” al maestro Delmiro y al vate Acuña. Los dos amigos se reunieron con “hijo tonto”.
-Decime, Belisario, abrió el fuego el vate, ¿de quién te has enamorado?
-De las hijas de la Eduviges, respondió el entrevistado.
-Sí, macanudo, pero ellas son tres. ¿De cuál de ellas?, quiso saber Delmiro.
-De las tres, me quiero casar con las tres, se obstinó Belisario.
-¿Y por qué con las tres?, volvió a la carga el vate.
-Así tengo de sobra, explicó “hijo tonto”.
-No hay caso, sentenció el vate, a éste a pícaro le van a ganar, pero a opa, cuándo!