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En época de lluvias los tagaretes de la Virrey Toledo y de la Entre Ríos eran una fiesta. Como aún no estaban cubiertos (lo que ocurrió durante la segunda gestión del gobernador Ricardo J. Durand), era un espectáculo ver las aguas ir de bote en bote, como se dice. Y cuando se juntaban los dos torrentes en la esquina frente a la fábrica SAITA, ya era algo mayúsculo.
Los changos, imprudentes al máximo, apostaban a quien saltaba de una a la otra orilla del canal de la Virrey (el de la Entre Ríos era más ancho y no se le animaban).
Pero la tontería de los muchachos no se terminaba en eso. Había otra hazaña, o lo que haya sido, que señalaba casi con exactitud el tamaño de esa irresponsabilidad que las comadres de la vecindad confundían con temeridad, o valentía.
El caudal del canal de la Virrey Toledo era algo superior al de la Entre Ríos. Este era servido por las descargas de las Lomas de Medeiros, y aledaños, mientras que aquel recibía toda el agua que se acumulaba en los zanjones de Tres Cerritos, en especial en los pozos de La Talita.
El agua bajaba a “cien por hora”, como graficaban algunos, y en el canal, que tenía base y paredes de lajas, esa estimada velocidad aumentaba.
Los changos había inventado otro jueguito para probarse: navegarían por él hasta el Arenales, o hasta donde la fortuna lo dispusiera.
Pero, ¿cómo lo harían? ¿En qué?
Pronto superaron ese “pequeño obstáculo”.
En la mayoría, o en todas las casas del barrio, las señoras lavaban la ropa en bateas. El lector que ignore qué cosa eran las bateas, deberá tomarse el trabajo de preguntar a alguna vecina veterana, porque explicarlo aquí rompería el hechizo de la narración.
Los días de tormenta, las bateas desaparecían de las casas. Se las llevaban los changos. Y no había nada que los hiciese desistir de hacerlo. Ni las amenazas de soberanas palizas paternas los detenía.
Uno en cada batea, los navegantes se lanzaban a las “procelosas” aguas del tagarete. De entrada, no más, sufrían algunos contratiempos, porque las arremolinadas, turbulentas aguas de La Talita se entretenían en golpearlos. Cuando lograban escapar de ellas, los esperaba el torrente del canal. ¡Era una carrera de sálvese quien pueda! Pasaban como flechas ante los ojos angustiados de la gente del barrio que acudía a presenciar esa locura. Las madres lloraban a grito pelado.
Muchos de los nautas ya iban tiritando de miedo y golpeados.
Los hombres armaban piquetes de ayuda y conseguían rescatar a la mayoría. Las bateas no tenían esa suerte e iban a parar al Arenales. Los changos volvían a su casa magullados, llorosos, asustados pero sacando pecho. Habían demostrado ser valientes e intrépidos. Y la paliza que los esperaba en casa no borraba el encanto de haber navegado el tagarete en batea. Así era la cosa.