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Esta incipiente renovación sindical representa un enorme desafío para el modelo peronista y el empresariado.
Ya dentro de la presente década, los sindicatos oficiales se movieron según los cánones del pacto Moyano-Kirchner.
En 1945, el coronel Juan Domingo Perón tejió una alianza con los trabajadores postergados y con varios de los sindicatos prexistentes -ideológicamente de izquierdas-. A cambio de apoyo político, el Gobierno nacional de entonces concedió a los sindicatos afines poderes exclusivos en materia de representación y de huelga, favoreció una legislación pro-obrera y mejoró las condiciones de vida y de trabajo.
Los sindicatos así renovados nacieron con dos almas que coexistieron o se alternaron a lo largo de estos casi 70 años: una (tendencialmente corporativa) los incita a la negociación con el Estado y los patronos; la otra (con reflejos anarquistas) alienta rebeldías, confrontaciones y huelgas.
Más adelante, en 1970, el dictador Juan Carlos Onganía reforzó el modelo peronista concediendo a los sindicatos oficiales el control de las diversas obras sociales, es decir, de un importante porcentaje de la masa salarial.
Desde entonces, los sindicatos con personería gremial son, además de agentes de la negociación colectiva y actores políticos de primera magnitud, cuasiempresas de salud y ocio. Un perfil que en los años de 1990 se vio reforzado cuando organizaron sociedades para prestar servicios a compañías que decidían tercerizar actividades.
Ya dentro de la presente década, los sindicatos oficiales se movieron según los cánones fijados en el no escrito pacto Néstor Kirchner-Hugo Moyano que dinamizó la acción sindical al compás de la inflación y consolidó el monopolio en perjuicio de la Central de los Trabajadores de la Argentina (CTA) y de las agrupaciones que desafían los liderazgos vetustos.
Antes de que, meses atrás, fuera repudiado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, cuando restauró la ley de riesgos del trabajo de 1995 y señaló que los trabajadores deben más a la macroeconomía (es decir al Gobierno nacional) que a la huelga, aquel pacto permitió a los sindicatos presionar por aumentos salariales que, primero, recuperaron parte de lo perdido con la devaluación de 2002 y, luego, situaron a las remuneraciones de convenio unos puntos por encima de la inflación.
El pacto brindó también especiales ventajas al sindicato de camioneros al que autorizó a expandir sus fronteras, devorando afiliados y cuotas de otras organizaciones.
En este contexto y hasta las huelgas generales de 2012 que anuncian tensiones dentro del modelo, los sindicatos oficiales se movieron en sintonía con las necesidades del Gobierno nacional, descalificaron a las nuevas formas organizativas y se centraron en la clásica puja distributiva (salarios/precios) sin desafiar al poder de dirección ni cuestionar las nuevas formas de organización del trabajo surgidas en los años de 1990.
En los albores de un cambio
Sin embargo, la inflación, la irrupción de la izquierda clasista (Daniel Cohen, “Marea roja”) y la intemperancia presidencial están cambiando un panorama que parecía inamovible. Y esto está ocurriendo también a raíz de las sentencias de la Corte Suprema (CSJN) favorables a la libertad sindical, y del recambio generacional que se produce en la clase trabajadora y en sus dirigentes.
La presencia de la izquierda clasista en las fábricas tiene antiguas e intermitentes referencias: aquella de los primeros años, cuando el movimiento obrero era liderado por anarquistas, comunistas y socialistas, y la de los años de 1960 (cuya expresión emblemática fue el cordobazo), que funcionó hasta la trágica irrupción de los mesianismos armados que liquidaron las libertades, la democracia y al emergente movimiento sindical contestatario.
A 20 años de restaurada la democracia, la presencia de la izquierda clasista es relevante en muchas centros de trabajo donde controlan comisiones internas, cuerpos de delegados y asambleas, como quedó de manifiesto en conflictos emblemáticos de la década kirchnerista como los de Metrovías (subterráneos), Kraft (alimentación) o los de la Patagonia petrolera.
Las nuevas direcciones obreras de base, corporizadas en líderes nacidos en los años de 1970 y 1980, rechazan el monopolio representativo y el verticalismo, no están dispuestas a moverse dentro de las bandas salariales pactadas por las cúpulas, cuestionan radicalmente el poder de dirección y luchan por reunificar los planteles de las empresas en un solo estatuto, eliminando contratos temporales, tercerizaciones, segmentación, polivalencia, y otras flexibilidades pactadas o toleradas por los sindicatos oficiales.
Y, lo que no es un dato menor, han descubierto las inconsecuencias y límites del autodenominado modelo de crecimiento con inclusión social.
Esta incipiente renovación sindical representa un enorme desafío para el modelo peronista y para el perplejo empresariado. Provoca, además, un doble impacto sobre el sistema político.
Por una parte, presiona en favor de la libertad y la democracia sindicales, y aporta aire fresco: honestidad personal, gestión asamblearia de los conflictos, alianzas con otros sectores (estudiantes, piqueteros).
Pero, por otra, representa, también, un desafío para el orden constitucional en tanto y en cuanto, en muchas ocasiones, las huelgas conducidas por la izquierda clasista incorporan notas de violencia y radicalidad que desbordan el cauce constitucional y afectan otros derechos fundamentales.