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En el Rancho Grande, así llamada en el barrio, era una enorme construcción de estilo californiano que ocupaba toda la esquina de las avenidas Virrey Toledo y Entre Ríos, frente a la fábrica textil de la SAITA, al norte del polígono del club Gimnasia y Tiro, y a unos 100 metros del portón de entrada a la vieja Sociedad Rural Salteña.
Allí vivían don Candelario y doña Eloísa, abuelos maternos del vate Oscar Acuña que en ese entonces apenas arañaba los 8 años de edad, y sus seis hijos. La mamá del vate había sido la única mujer entre esa media docena de desaforados e ingobernables muchachones, que eran sus hermanos.
Un día, después del accidente que tuvo don Candelario y que lo dejó maltrecho, la pareja decidió mudarse a una casa más chica, y alejarse del tumulto que representaba el desaforado trajín de los hijos. Consiguieron una linda casa en calle Necohea, al lado de la que habitaban el vate y su familia. El Rancho quedó para los muchachos, ya veinteañeros, que desde hace tiempo venían expresando su deseo de dedicarse a la cría de perros de raza.
No perdieron tiempo y pronto el Rancho fue adecuado a las necesidades de los flamantes criadores de pichos. Trajeron muy buenos animales. Los había de raza gran danés, bulldog, pastor alemán, doberman, fox terrier y hasta un casal de pequinés, que fue vendido antes de tiempo, como dijo, en severo tono de reproche doña Eloísa.
Los tíos le prometieron al vate que la primera cría del gran danés sería para él, promesa que cumplieron. Se lo entregaron cuando el cachorro, que parecía un elefante chiquito, cumplió ocho meses. Don Luis, abuelo paterno del vate, le hizo construir con el carpintero Manuel Baigorria una jardinera a su medida. El vate, que había bautizado Upa al gigantesco picho, solía uncirlo a la jardinerita y, riendas en mano, dejaba que el Upa lo llevase a pasear por la cuadra. A lo sumo una vuelta a la manzana.
El negocio de la cría de perros parecía ir viento en popa, como se dice. Los tíos recibían muchos pedidos, y no pasó mucho tiempo para que los perros del Rancho Grande ganaran fama. Muchos vecinos, que conocían a los tíos del vate como muy afectos a la farra y al jolgorio, comentaban que por fin habían sentado cabeza esos chicos. Pero otros vecinos, escépticos, se hacían cruces y vaticinaban que “pronto mostrarían la hilacha”. Ya van a ver!, decían.
Algunas señoras (doña Eduviges Elizabide y doña Florencia Velarde todavía no habían aparecido en escena) comentaban que era una barbaridad la cantidad de coches de plaza (Mateos o degellos, como prefiera el lector) que llevaban potenciales clientes al criadero. Mucha gente visita el Rancho Grande! Sí, terció la Pirucha Vilte, me dijo mi marido que sobre todo las visitas son por la noche. Y ahí se empezó a destejer el ovillo.
El “servicio de inteligencia” del barrio no tardó en comprobar que si bien el Rancho Grande funcionaba de día como criadero de perros de raza, de noche se convertía en “milonga”, y algo más. En cuanto doña Eloísa y don Candelario se enteraron, ordenaron el inmediato desalojo del rancho, y le pidieron al tío abuelo Francisco, coronel retirado, que se hiciese cargo del asunto. Los perros fueron vendidos, cuchas y todo, al mejor postor y así se acabó, muy tristemente, un negocio que prometía. Este cronista no recuerda qué fue del rancho.