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Un nuevo parto, para una dama tan vieja.

Jueves, 28 de marzo de 2013 21:51
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Cuando los cardenales reunidos en Cónclave asumieron la responsabilidad de designar como Papa de todos los católicos a Jorge Mario Bergoglio, lo hicieron en la conciencia del profundo proceso de cambio de época por donde va transcurriendo la historia del Siglo XXI.

Es importante resaltar esta cuestión ya que el mundo mediático presenta esta decisión de la Iglesia Católica, como si fuera una “última jugada” ante un supuesto “no va más” en su misión histórica.

Contrariamente, y convencidos de que su misión va a continuar de la mano del Espíritu Santo, lo que decidieron es tratar de interpretar “los signos de los tiempos” y poner al frente de la Iglesia un hombre que, además de sus capacidades, portara “claros signos” del nuevo período epocal.

Y en esto no hay ninguna improvisación o un tirar el destino de la Iglesia “a suertes” a ver como “sale la cosa”.

La designación del Papa Francisco es la continuación de un largo proceso reflexivo orgánico e institucional que se inicia hace más de cincuenta años con la convocatoria al Concilio Vaticano II.

La Iglesia Católica, desde enero de 1959 hasta hoy, se propuso como conjunto religioso situarse ante el mundo moderno escudriñando en profundidad, investigando y discerniendo sobre los nuevos desafíos de: la cultura, la ciencia, el individualismo, el colectivismo, el hedonismo, la globalización, las religiones, los anhelos del hombre, la mujer y los pueblos contemporáneos, la universalidad, etc., teniendo una clara conciencia del cambio de tiempos que se vivía y las profundas dificultades que las respuestas a estos desafíos traerían por un lado con “el mundo” y “ad intra” de la Iglesia misma, por el otro. Observadores católicos, como

Ratzinger, Henri de Lubac, Von Balthasar, entre otros, que tenían una mirada eclesiológica más profunda, supieron ya desde las mismas épocas conciliares lo que iba a costar “un nuevo parto a una dama tan vieja”.

No obstante esto, enfrentaron el camino y fueron, junto a tantos, importantes actores de este cambio copernicano al que se sometía una de las más antiguas organizaciones en la historia del hombre.

A pesar que la Iglesia se aggiornó en varias oportunidades en su historia esta nueva situación tiene un rasgo muy especial, quizás tan solo comparable con la romanización de la comunidad judía inicial.

Podemos llegar a afirmar que desde el Concilio, se consolidó en su seno una fuerte corriente de superación de “la romanitá” y el eurocentrismo, que otrora fuera tan útil a su despliegue y quizás eje de su identidad misma.

Para cumplir el mandato original de “anunciar la Buena Noticia a todos los hombres y a todo hombre” la Iglesia necesitaba ser universal y sacar a Europa y sus problemas del eje central de su desarrollo planetario.

Entonces, un Papa americano no es una salida a una situación desesperada, sino la entrada en un nuevo período de la historia universal para el cual la Iglesia se viene preparando y crujiendo desde hace más de cincuenta años.

El símbolo de la decisión de Ratzinger, uno de los intelectuales más enormes que tuvo Occidente, solo se puede entender desde esta clave conciliar.

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