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Debe haber tenido un apodo en su infancia, Cachito, Pirulo o Pirincho, vaya uno a saber!, pero, al crecer, en el barrio se le perdió tras el mote de Tenorio, que le impusieron. Y hasta su nombre de pila se borró tras ese remoquete, como decía el gallego Julián, el frutero de la otra cuadra, y así se lo conocía como el Tenorio Pérez.
Y lo de Tenorio no era gratuito, porque el hombre, desde sus mocedades, se distinguía por su afición a las polleras, siempre y cuando estas prendas estuviesen cumpliendo su cometido de proteger piernas femeninas (las piernas son esas partes del cuerpo humano que en los hombres se denominan “miembros inferiores”, y en las mujeres merecen ser llamadas “miembros superiores).
Más que afición lo del Tenorio Pérez era obsesión pues a toda hora y lugar andaba persiguiendo damas, fuesen éstas jóvenes, maduras o muy veteranas, feas o bellas. No hacía diferencias. Pero era éste un acoso inocente, aunque molesto. Cuando las tenía a su alcance, se conducía como un caballero (cierta clase de caballero) y les regalaba un piropo, saludaba y se retiraba.
Esta generalización generosa lo ponía a Tenorio en frecuentes situaciones de riesgo, como en aquella ocasión en la que el “Odioso” Palomeque le arrojó un martillo que, por medio geme, no le abrió el balero. Y todo porque Tenorio había soltado uno de sus piropos a la cuñada quinceañera del “Odioso” cuando pasó por su lado: -Ay, ay, ay! Sabrosa como no hay!, le dijo.
-Viejo Cochino!, le espetó Palomeque. Y si bien le había chingueado con el martillo volador, le acertó un furibundo puntano en el tafanario.
Pero Tenorio no detenía su acoso. No paraba nunca persecución de las hermosas. Nunca paraba.
En el barrio se aseguraba que el Tenorio jamás había conquistado a nadie. Y los changos, siempre malvados ellos, decían que la única relación que se le conocía era con “la Manuela”.
Pobre Tenorio! Era un solitario, feo como un cuco. Era alto, flaco y desgarbado, narigón, semi calvo y ceceoso.
Pero la vida tiene sus cosas. Tanta desdicha andante, al parecer ablandó el de por sí tierno corazón de la Milagro, la doméstica en jefe de doña Pancha. Este cronista ignora de qué ardides se valió, pero el asunto fue que Tenorio y Milagro se encontraron, congeniaron, se enamoraron y se convirtieran en cónyuges, el uno de la otra, o viceversa.
Este simpático suceso sirvió, entre otras cosas, para que el barrio se enterara, o recordara, que el Pérez de esta historia se llamaba Francisco, Pancho o Panchito cuando chico, y para que el Tenorio se esfumara por ahí.
Pero la vida tiene sus cosas, insistimos. A los cuatro meses justos de haberse casado, Francisco Pérez, que fuera conocido como el Tenorio Pérez, murió de un paro cardíaco. THE END.
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