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Paseaba yo el jueves, ya vecina la noche, por los alrededores de la plaza 9 de Julio que, de principal paseo de la ciudad devino territorio liberado para perros callejeros, palomas y pandillas de vandalitos de uno y otro sexo, envuelto en la estridente música proveniente de un improvisado escenario levantado en la Caseros, frente al Cabildo. En él, acompañada por los bullangueros sones, una agraciada señorita cantaba a todo lo que daban sus pulmones. En verdad, el ambiente no era apto para la meditación. Parece que estuviésemos en carnaval, pensé.
Más tarde comenté la situación con un amigo que, mirándome con extrañeza, me dijo: -Pero, che! ¿En qué mundo vivís? Casi todas las tardecitas hay música y canto en la plaza. Me dijeron que es para promoción del turismo, o algo así.
-Será, pero es todo muy carnavalesco, che.
Y como una cosa trae la otra me acordé de los carnavales de mi mocedad. Y de algunas historias relacionadas. Resulta que en el barrio vivía una pareja de sexagenarios. No eran él y ella, sino él y él: don Cristóbal y don Heriberto. Ambos eran maricas asumidos. Los unía una amistad de años. Cansados de andar solos por la vida, burlados y perseguidos por su condición de homosexuales (entonces no existía ninguna María Pace que los defendiera), se fueron a vivir juntos. Y, en verdad, formaban una pareja macanuda. No molestaban a nadie, eran discretos, y buenos vecinos. En el barrio se llegó a aceptarlos y a apreciarlos. Además contaban aventuras muy divertidas que los changos escuchaban muertos de risa, como se dice.
Don Cristóbal, que prefería que lo llamasen Monona, y don Heriberto, que pedía que le dijesen Beba, tenían un sueño compartido: ser parte de la tripulación de una carroza en el corso de la Belgrano, disfrazados de princesas. Nunca habían conseguido que ese sueño se hiciese realidad, pues los changos del barrio les prometían pensarlo, pero siempre los dejaban a un lado.
Y así año tras año. Tenían primorosos disfraces de princesas. Tendremos que usarlos de mortaja, se decían pesimistas los dos mariposones.
Hasta que la fortuna se acordó de ambos. Lo changos, que siempre dedicaban las carrozas a “temas de fantasía”, se habían decidido ese año por lo gauchesco.
La Beba y la Monona recibieron locas de alegría la noticia que esa vez las tendrían en cuenta.
Pero, les advirtieron, no saldrían de princesas porque era otro el tema elegido.
La noche de la presentación de la carroza, casi todo el barrio fue al corso.
La carroza fue un éxito. Todos aplaudían. Pero el grueso de los aplausos y vivas se lo llevaron don Cristóbal y don Heriberto. Estaban perfectamente caracterizados, la Monona de Martín Fierro, y la Beba de Juan Moreira. Y el público, tanto como el jurado, deliraban de risa cuando Fierro y Moreira les tiraban besitos y movían coquetamente el culito. Inolvidables carnavales fueron aquellos!
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