Por esas extrañas ironías de la historia, y parafraseando a Karl Marx y Federico Engels, quienes en su “Manifiesto” Comunista de 1848 advertían que “un fantasma recorre el mundo, es el fantasma del comunismo”, hoy podría señalarse que “un fantasma recorre el mundo, es el fantasma de la clase media global”, cuyas protestas callejeras convulsionan la superficie planetaria, sin distinción de fronteras, desde Medio Oriente hasta China, pasando por Europa Occidental y Latinoamérica.
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Por esas extrañas ironías de la historia, y parafraseando a Karl Marx y Federico Engels, quienes en su “Manifiesto” Comunista de 1848 advertían que “un fantasma recorre el mundo, es el fantasma del comunismo”, hoy podría señalarse que “un fantasma recorre el mundo, es el fantasma de la clase media global”, cuyas protestas callejeras convulsionan la superficie planetaria, sin distinción de fronteras, desde Medio Oriente hasta China, pasando por Europa Occidental y Latinoamérica.
La caída del presidente egipcio Mohammed Morsi, empujado por el mismo fenómeno que dieciocho meses tumbó a su antecesor Hosni Mubarak, empalma con los disturbios que acorralan a los gobiernos de Dilma Roussef en Brasil y de Recep Erdogan en Turquía, en una cadena de acontecimientos que, si bien en cada caso responde a las particularidades intransferibles de los respectivos países, presentan como común denominador el surgimiento, a escala planetaria, de un nuevo sujeto político: la clase media global.
En 2011, en las jornadas previas al derrocamiento de Mubarak, Wael Ghomin, un ejecutivo regional de Google, fue el primer líder aclamado en la Plaza Tahir por los centenares de miles de manifestantes que se habían empezado a nuclear a través de grupos formados en Facebook y coordinaban su acción mediante mensajes de texto distribuidos por las redes de telefonía celular.
En mayo de 2013, cinco jóvenes activistas de entre 22 y 30 años, reunidos en un café de El Cairo idearon un plan, con el nombre de “Tamarod”, que en árabe significa “rebelión”, para movilizarse contra el gobierno de Morsi el 30 de junio, fecha en que se cumplía un año de su asunción al poder. Semanas después, a través de sucesivas convocatorias propagandizadas mediante las redes sociales, millones de egipcios salieron a las calles y promovieron la caída de Morsi.
El “cognitariado”
El punto central que es necesario examinar para comprender las gigantescas implicancias de este proceso de transformación es que nos encontramos ante un gran cambio histórico. La sociedad del conocimiento, surgida de la revolución tecnológica de la información, es una sociedad postindustrial y, en ese sentido, es también una sociedad post-capitalista.
El factor productivo principal, en esta nueva estructura económica, ya no es ni el capital ni tampoco el trabajo, sino precisamente el conocimiento acumulado, o “capital simbólico”, cuyos poseedores constituyen esa nueva clase media global emergente, convertida entonces en el principal actor económico y político de la época.
Como todo fenómeno inédito, esta nueva clase media no puede analizarse con las categorías propias de una era anterior. Algunos sociólogos neo-marxistas han acuñado el concepto de “cognitariado” para caracterizar a estos trabajadores de la sociedad del conocimiento, que como el proletariado de antaño reclaman ahora su lugar bajo el sol.
Un reciente informe de la Unión Europea para Estudios de Seguridad predijo que la clase media global aumentaría de 1.800 millones de personas en 2009 a 3.200 millones en 2020 y a 4.900 millones en 2030, sobre una población mundial que para esa fecha está proyectada en 8.300 millones de personas. Esto significa que dentro de quince años dicha nueva clase media representará más de la mitad de la población mundial.
La mayor parte de esa expansión se verá en Asia, particularmente en China y la India. Pero todas las regiones del mundo, participan de esa tendencia, incluido el continente africano, que de acuerdo con el Banco de Desarrollo de Africa ya tiene una clase media de 300 millones de personas.
Los especialistas en investigación de mercado fueron los primeros en prestar su atención a este fenómeno, que implica una formidable expansión del consumo masivo. Pero los hechos acreditan que las consecuencias políticas son aún más importantes que las económicas.
Esta clase media en ascenso se distingue no sólo por su nivel de ingresos como por un mejor nivel de educación y todos los estudios realizados sobre la cuestión certifican que esos niveles de educación más elevados se correlacionarán con la aparición de mayores demandas de libertad de elección y búsqueda de nuevas alternativas en los diferentes planos de la vida personal y social.
Este surgimiento de la nueva clase media se asocia a un fenómeno que describe el venezolano Moisés Naim, del Carnegie Endowment, como el “fin del poder”. En esa visión, las nuevas clases medias cuestionan fuertemente toda concentración de poder político y económico, en cualquiera de sus manifestaciones.
Para Francis Fukuyama, “la nueva clase media no representa sólo un reto para los regímenes autoritarios o las democracias nuevas. Ninguna democracia estable debería creer que se puede dormir en los laureles simplemente porque lleva a cabo elecciones y cuenta con líderes populares en las encuestas. La clase media impulsada por la tecnología exigirá mucho de sus políticos en todos lados”.
Un conocido politólogo francés, Roland Cayrol, explica que “entre la gente y sus gobernantes se instaló una suerte de diálogo de sordos. Los políticos de todos los países se enfrentan a una pérdida de confianza generalizada, que va mucho más allá de los regímenes menos democráticos”.
El desafío de saber escuchar
Para algunos sociólogos, existe un avance indetenible de la “adhocracia” (un híbrido entre “ad hoc” y “cracia”, gobierno), concepto antitético al de burocracia, que fuera acuñado en 1964 por los estadounidenses Warren Bennis y Philip Slaster, para definir a un tipo especial de organización, sin jerarquías, en la que todos sus miembros tienen capacidad para tomar decisiones y llevar a cabo acciones que afectan al conjunto. En 1972, en su libro “El shock del futuro”, el gran pensador norteamericano Alvin Toffler afirmó que estas “adhocracias” avanzarán hasta reemplazar a todas las burocracias, incluidos los partidos políticos.
Internet obligó a las viejas estructuras jerárquicas a competir con las redes. El español Manuel Castels habla de la “sociedad red”. La posterior irrupción de las redes sociales potenció la expansión de las adhocracias en las empresas, la educación y la vida social, pero ahora también en el campo de la política.
Lo cierto es que este singular fenómeno de rebeldía social se ha revelado más efectivo como expresión de rechazo que como mecanismo de construcción política. En Egipto volteó dos gobiernos en menos de tres años, pero no es una alternativa de poder. Lo mismo sucede actualmente en Turquía y en Brasil. En América Latina, ocurrió antes en Chile, con las multitudinarias movilizaciones en defensa de la educación pública, y en Argentina con los “cacerolazos”.
El problema es que el poder político es desafiado pero no sustituido. El saldo es una crisis crónica de representación, que genera un estado de escepticismo y desaliento colectivo, esporádicamente interrumpido por el recurrente estallido de expresiones generalizadas de protesta.
Lo que parece estar en juego es la capacidad de los sistemas políticos para escuchar, interpretar y canalizar la multiplicidad y diversidad de voces que brotan de la sociedad. Mao Tse Tung sostenía que es necesario “devolver a las masas con precisión lo que de ellas recibimos con confusión”. Cada vez que esto no suceda, estallará una crisis, como ahora nuevamente en Egipto.