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A doña Eduviges Elizabide le molestaba sobremanera que alguien pusiese en duda su liderazgo sobre el conjunto de comadres del barrio. Ella consideraba que el barrio era su territorio (“su gallinero”, deslizaba malignamente entre sus amigotes el vate Acuña), y que sólo a ella tenía que responder el mujerío, y a nadie más. Y, en verdad, su influencia era muy grande.
Bien, en este punto doña Eduviges se permitía una excepción: doña Florencia Velarde, a la que respetaba y estimaba como su igual. Somos las únicas señoras con abolengo, se ufanaba.
Por eso fue que la presencia de doña Adelaida de Rosas, la nueva vecina que en pocos días se había ganado la atención y la simpatía de las doñas de la vecindad, no solamente la molestó, sino que llegó a inquietarla.
Para estar al tanto de los movimientos de “esa advenediza”, como dio en llamarla (había leído esa palabra en una ejemplar de la revista “El hogar”), envió a su doméstica mayor, la Clorinda, a seguirle los pasos. Si doña Adelaida iba a la verdulería, ahí estaba la espía de doña Eduviges. Y lo mismo sucedía en la carnicería y en el almacén. No le perdía pisada.
Después de almorzar doña Eduviges se reunía con la Clorinda, y ésta la informaba. Y así enteraba qué había dicho, quiénes la escuchaban, con quiénes charlaba. Y las noticias no eran alentadoras, pues doña Adelaida, día a día, cosechaba más seguidoras que le festejaban sus ocurrencias, sus comentarios, cualquier cosa que dijera.
--Para ser franca, señora, se sinceró una tarde la Clorinda, es muy entretenida y una se pasaría toda la mañana oyéndola.
Para qué! Ahí no más explotó doña Eduviges: --Dejá de perder tiempo y andá a terminar tu trabajo en la cocina! Ve con lo que sale esta chinita de miesca!
Y la Clorinda, confundida y sin saber qué era lo que había dicho de malo, la obedeció.
Lo que más la irritaba a doña Eduviges era que doña Adelaida no se había dignado en ir a visitarla y presentarle sus saludos, “como si una no existiese”, se quejó ante doña Florencia Velarde que, canchera, y con más esquina, la consoló: --Pero, mi querida doña Eduviges, mejor! ¿Para qué quiere que venga esa señora a importunarla con su chusmerío barato? Ya vendrá. Usted observelá tranquila, que ya mostrará sus debilidades.
No convencida del todo, doña Eduviges se limitó a esperar mientras recibía a diario, con pretendido desinterés, las novedades que le traía la Clorinda.
Una tarde Doralba, que volvía del cine con su novio, el vate Oscar Acuña, le trajo el alivio esperado: --
Mamá, te cuento. Nos encontramos con doña Adelaida, y se la presenté a Oscar.
--¿Sí? ¿Y qué le pareció a usted?, le preguntó con intención al novio de su primogénita.
--Bah! Una charlatana engreída. No me pareció gran cosa, respondió el vate, sabiendo que con esa respuesta le endulzaba el corazón a su futura suegra.
--Dejá que cuente, interrumpió Doralba. Vos sabés, mamá, que le pregunté cómo estaban sus hijitas, las mellizas Grisel y Narda, y doña Adelaida me contestó: Bellísimas!
--Yo insistí. Qué bien!, le dije. Pero, de salud, ¿cómo están? Y doña Adelaida, como embelesada, repitió: Bellísimas!, ya le dije.
--Esa mujer está chiflada, dijo el vate, seguro de que así se ganaba el cielo.
--Al fin la tengo!, dijo doña Eduviges. Gracias, chicos! Y esa noche soñó con los angelitos.