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La sangre es como un río que busca su cauce con caprichosa paciencia. Es como la marea que se convierte en ola con el único anhelo de besar la orilla y romperse. La sangre tira. Y busca. Aunque la vida se vaya en ese afán.
Esta es la historia de una mujer que no claudicará en su lucha por encontrar a la hija que le arrebataron hace 32 años. Siempre se sintió su madre. Una madre herida, frustrada en el deseo de acunar, de amamantar, de criar. La vida le dio certeras puñaladas en el corazón, y se encargó, con creces, de mostrarle que los demás amores vienen y van, pero el de ella por su hija, no.
Hace un mes escribió un mail a El Tribuno: “Soy Myriam López y necesito encontrar a mi hija. La busco con desesperación. Necesito ayuda”. Entonces se tendieron puentes para escuchar, para contar e intentar un encuentro que remiende el pasado.
Myriam López nació en Angastaco el 13 de enero de 1966. Tenía tres años cuando sus padres y sus seis hermanos llegaron a vivir en Salta. Terminó la primaria en la escuela 25 de Mayo y recuerda: “Mi mamá me dijo que yo no iba a seguir la secundaria porque no servía para estudiar. No sé por qué, si yo era escolta de la Bandera”. Isabel Ríos, su madre, es un personaje clave en la ingrata experiencia de Myriam. “Mi mamá me subestimó siempre, me creía menos. Hasta con los regalos hacía diferencia. Llegué a pensar que no era su hija. Mi papá, Zoilo López, en cambio, siempre fue bueno conmigo. Hacíamos viajes juntos porque era camionero y charlábamos mucho”.
Y comenzó a relatar el horror: “Era un día de octubre. Yo tenía 14 años cuando una mañana mi mamá llevó a mis hermanos a la escuela. Mi papá no estaba, no recuerdo si ya nos había abandonado o estaba de viaje. Lo cierto es que estaba sola limpiando el patio de la casa que alquilábamos. Ese día vino el hijo de la dueña de la casa a cobrar el alquiler, le decían Tito y tenía más de 30 años, era casado y con hijos. Me vió sola y me violó”. La voz se le quiebra al recordar. Sufre. Recobra el valor y continúa: “Yo era muy inocente, muy niña y pensé que me había atacado, que me había pegado. Me vi con sangre y me limpié. No sabía nada de sexo, no tenía idea lo que era un abuso y menos de que podía quedar embarazada. En ese momento, con 14 años, pensé: me limpio la sangre y me olvido de esto. No quería pelearme con mi mamá que poca paciencia me tenía”.
Suspira. Conmueve con sus ojos perdidos en la oscuridad del pasado que regresa a quitarle el aliento y dice: “Pasó más de un mes y no me indispuse; entonces mi mamá me dijo: ¿que pasa que no me pedís algodón? Ahí le conté que el muchacho me lastimó y ella hizo justo lo que yo quería evitar: se puso furiosa conmigo. Me buscó trabajo con cama adentro en la casa de la familia Nazr, en Pellegrini 652 y me dijo que iba a estar ahí encerrada y que nadie tenía que saber que estaba embarazada”.
Myriam no ahorra detalles. Cuenta todo. Quiere conjugar en pasado el verbo “buscar”. Quiere encontrar. “Había muerto el señor de la casa y la esposa salía a trabajar. Yo me quedaba con la hermana de la señora que me trataba muy bien. Hace poco, cuando fui a buscar a mi hija al programa Los unos y los otros, del canal América, logré que mi madre confesara que había hecho un trato con ella para entregarle mi hija al nacer. La mujer tenía entonces unos 45 a 50 años y yo le decía señora Chela”. Y adelantó todos los capítulos de este relato: “Yo necesito que la señora Chela me diga donde está mi hija”.
Cuando la angustia clava sus puñales
La historia de Myriam podría escribirse en varios capítulos. Con 47 años, es una mujer y muchas vidas. Entre los 14 y los 15 años su embarazo transcurrió en la casa donde trabajaba cama adentro. Recuerda: “El 31 de mayo de 1981 yo estaba limpiando y la señora Chela me dijo: tenés mojado el pantalón, parece que llegó el momento. Me llevó a la maternidad de la calle Adolfo Güemes y Entre Ríos, ‘Luisa B. de Villar’ y esa noche mi mamá fue a verme. No podía parir y al otro día el médico me hizo la cesárea. Tengo la historia clínica. Cuando la leo es como si fuera de otra persona. Tiene 48 páginas y ahí describen que yo estaba muy apática y que le contagiaba esa tristeza a mi hija”.
El pasado le pesa, pero sigue el relato: “el 1 de junio nació una nena de 2.900 kg. Nunca la vi. Me dijeron que la iban a llevar a Neonatología porque no respiraba bien. Ese día me fue a visitar mi hermana, de 17 años, con una compañera de colegio. Pasado el tiempo le pregunté sobre este día, y ella me dijo que estoy loca, que ella nunca fue. Pero fui a ver a la compañera y me confirmó la visita”.
Envuelta en la marea de sus recuerdos, señala: “Ese mismo día me dieron el alta y según dice la historia clínica, me retiré conforme sin mi hija. Le pregunté a mi mamá por mi hija y me respondió: ‘no la vas a ver nunca más porque se la di a una señora y se la llevó a Panamá’. La odié. Ella decidió por mi”.
Y recién empezaba su odisea: “Me fui a los 15 años a Córdoba a trabajar de mucama porque sentía el impulso de matar a mi mamá. Estuve ahí tres años y enfermé, me desmayaba mucho. Entonces me fui a Buenos Aires a los 19 años, a ver si me curaban. Conseguí trabajo cama adentro en el centro. Iba a misa y siempre me desmayaba. El cura Alberto Ibañez Padilla, a quien veo hasta ahora, me ayudó mucho. También hice terapia. Me golpeaba tanto la cabeza que me tuvieron que operar” (se ven las secuelas en su cara).
Myriam tardó en descubrir que la angustia le ponía zancadillas a cada paso. “Entendí que perdonar a mi mamá era un modo de sanar. Eso llegó en el 2000. Estudié la secundaria, luego enfermería auxiliar, asistente en gerontología y discapacitados y de eso trabajo ahora en Buenos Aires. No pude rehacer mi vida”. Cada tanto viene a Salta a buscar lo que le falta al rompecabezas de su existencia: Su hija.