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Laberintos humanos. Negociación desventajosa
Yo estaba entregando a la humanidad a la esclavitud. Nuestros hijos y nietos estarían condenados a servir a los perros hasta que alguna rebelión futura los liberara, pero tampoco tenía mejores condiciones para negociar ni sabía si era el único humano que se enfrentaba esta novedosa situación.
El perro, mientras se tomaba mi torrontés, me había confesado la superioridad evolutiva que había alcanzado su especie, y todo indicaba que era cierto. Entonces recurrí a un viejo truco: me agaché, levanté una piedra y, como lo suponía, el perro bípedo reaccionó con el instinto acuñado durante largas generaciones.
Metió el rabo entre las patas y se recogió bajo la pileta de la cocina, cosa que me dio tiempo para correr hacia la puerta, saltar la pirca lindera y caer sobre los surcos de habas de doña Anita. Corrí, escuchando los ladridos de alerta de mis enemigos, de nuestros enemigos, querido lector, y me metí por el pasillo ladero de la casa hasta llegar a la puerta.
Por la calle vi que corrían jaurías que sin duda me buscaban, y opté por treparme al techo de la otra casa para correr sobre la torta de barro hasta la esquina. Me agradecía haber dejado de fumar y haber perdido veinte kilos con mi dieta, que de otro modo sería presa fácil de los perros, y salté a la calle para subir buscando el cuarto del Varela y Carla Cruz.
Llegué, de todos modos, agitado, y como quien habla del pesado viento norte, les dije que los perros habían evolucionado y estaban en condiciones de dominar el planeta Tierra exterminándonos.