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Laberintos humanos. Guerreros y santurrones
La castidad, la pobreza y el servicio son las tres banderas de los caballeros andantes, me dijo el hombre que encontré dormitando bajo el molle calzando esa saya que parecía ser de monje. No somos como luego serían los detectives privados que terminan durmiendo con sus clientas, porque a nosotros nos sujetaban votos inviolables.
Nos preparábamos para tareas más altas, ya le contaré, pero para ello había que templar la voluntad en mil combates menores que eran nuestras aventuras, y en cuanto al rey Arturo le llegó la noticia de esta doncella secuestrada en una cueva de ogros y dragones, movió la cabeza hacia mí, sin decir más palabras, y supe que debía iniciar el camino.
No pensará, don Dubin, que monté en caballo enjaezado, alzando la lanza, que eso es cosa del pasado, me aclaró el hombrecito como si la misma mención del rey Arturo no lo fuera. Lo que hice es abrir mi note book, reservar pasaje en avión y embarcarme hacia el aeropuerto de Perico, tan lejos de mi Camelot natal, de donde se decía que llegó el pedido de socorro.
Los tiempos cambian pero no las reglas de la caballería. Entre las cosas que cambian está el hecho de que la princesa pidió auxilio por twiter, de las otras está el hecho de que tenemos la obligación de contar nuestras aventuras.
Alguien podría decir, con algo de razón, que somos más cuenta cuentos que guerreros o santurrones. Sin embargo es cierto que guerreamos y que, después de algún susto, nos internamos en algún convento para rezar con la misma convicción con que matábamos.