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Laberintos humanos. Rastro de gallo
Cuando el Mandingo nos ofreció ser reyes de los miles de perros que lo veneraban en esa cueva, Carla Cruz se alzó sobre el trono y le dijo a la multitud de canes: yo sé que los hemos humillados por siglos. Ya sé que todo el amor que nos tuvieron no fue más que miedo.
Pero este al que creen su salvador nos acaba de ofrecer ser los reyes y señores de todos ustedes a cambio de que traicionemos al resto de la humanidad. No quiere salvarlos, sólo busca entregarlos, dijo y se volvió hacia nosotros, que éramos testigos de cómo Mandingo se reducía de tamaño ante nuestros propios ojos.
¿No se arrepienten?, nos preguntó el Malo ya pequeño e incapaz de hacernos creer que tuviera algún poder, y negamos con la cabeza viendo como los miles de perros se iban de la cueva decepcionados de haber creído en aquel que sólo quería nuestras almas. Cuando ya la cueva estuvo vacía, del Mandingo no quedaba más que el rastro de patas de gallo en el suelo.
Así salimos de esa cueva en la Peñalta, cuya puerta se cerró a nuestras espaldas como si nunca hubiera existido. Caminamos por la ruta hasta el puente llenos de preguntas que aún no comenzábamos a hacernos. Cruzamos el puente anónimos entre los cientos de tilcareños que salían de sus casas.
La vida parecía volver a la normalidad, los perros volvían a ser perros y las personas, personas. Tomamos una cerveza fresca y merecida a la puerta de un almacén, anduvimos hasta la plaza y subimos a un remis rumbo al barrio San Francisco porque estábamos demasiado cansados para subir caminando.