¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
18°
9 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Tartagal aún guarda el vivo recuerdo de Andrés Ferreyra

Domingo, 27 de diciembre de 2015 01:30
Julio Andrés Ferreyra sonríe junto a un aborigen que intenta sacar fotos. La imagen fue captada por uno de sus hijos.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla
A comienzos del siglo XX, el tucumano Julio Andrés Ferreyra, inquieto autodidacta e investigador empírico, explicaba que en los alrededores de las 14 hectáreas que formaban la finca Ñancahuasu, actualmente el centro amplio de Tartagal, no había ninguna comunidad aborigen porque natural y ancestralmente estaban asentadas en las márgenes del río Pilcomayo, su hábitat original y fuente principal de recursos alimenticios. Pero también afirmaba que el acercamiento a la ciudad ocurrió por la década del 30 ya que, según sus estudios y observaciones, muchos políticos comenzaron a regalarles cosas en tiempos de elecciones, principal razón por la que llegaron para asentarse en los alrededores de Tartagal y, con el paso del tiempo, no quisieron o no pudieron regresar al Chaco salteño, donde las condiciones cambiaron y las nuevas generaciones también.
Según Ferreyra, cuando pasaban las elecciones los aborígenes comenzaban a padecer carencias, hambre y otras necesidades por una simple razón: estaban lejos del medio ambiente del cual eran parte real y auténtica.
Vidas documentadas
Las teorías que dejó documentadas este hombre, que eligió el norte de Salta para vivir, criar a sus hijos y morir, siempre fueron escuchadas y respetadas, porque ningún criollo de aquellos ni de estos tiempos conoció tanto al indio como él. Es que tenía una pasión: la fotografía, y con su máquina recorría los parajes más recónditos y hasta les enseñaba a los aborígenes a usarla y luego de revelar las fotos blanco y negro, volvía para mostrárselas.
Cuando llegó al pueblo, don Andrés comenzó trabajando en la Municipalidad como "pisero", llamado así porque construía las veredas en los frentes de cada vivienda. Arribó a estas calientes tierras en el tren de las 18, junto a su mujer y varios hijos pequeños. Ya establecido se desempeñó como perito del Banco Nación y también vendía seguros, luego tuvo una cortada de ladrillos y antes de 1933 comenzó a tomar contacto con las comunidades originarias a través de la fotografía.
La migración desde el Pilcomayo hacia la periferia de los pueblos terminó provocando un problema social, cuya víctima más directa fue el propio aborigen, aspecto que hoy parece no tener solución. Con el paso de los años, regresar al área chaqueña significa condenarse a pasar más hambre porque el monte fue diezmado y el criollo ahora es dueño de grandes extensiones y de hacienda.
Las observaciones de Ferreyra fueron tomadas muy en cuenta, ya que con sabiduría describió la armonía con la naturaleza que tienen los pueblos del Chaco salteño como parte de ese inhóspito ambiente, y el color de la piel como el de las aguas del Pilcomayo, río que les dio la vida, la razón de ser y permanecer por siglos a la vera de sus aguas.
Pesca y recolección
Sumergirse en el río para refrescarse en los meses de intenso calor y pescar los sábalos que casi en el acto se cocinaban a las brasas, era cosa de todos los días porque el Pilcomayo fue generoso con los wichis.
El monte comenzaba a pocos metros del cauce y ofrecía todo lo que el indio necesitaba para vivir.
Ferreyra solía decir que "si los paisanos miraban para el suelo, por las patas les cruzaba una corzuela, un quirquincho, un chancho del monte, y si miraban hacia el cielo pasaba volando una charata o una paloma. Qué más puede necesitar el indio y su familia, si cuando quiere toma la miel de los panales de los árboles y él y sus changuitos se hacían un festín". Encontrar la miel era simple y solo se necesitaba de algunas horas de observación y espera. Para los indios el tiempo, como los frutos de los árboles, sobraba. Será por eso que hoy, quienes heredaron esos genes, costumbres y cosmovisión, tienen una paciencia y quietud envidiable, casi tibetana. El indio se sentaba cerca de un charquito de agua al que en algún momento del día las abejas se acercaban a beber. Sin moverse las seguía con la vista y así ubicaba el panal rebozante de miel.
aborigenes bermejo.jpg
Hombres wichis regresan de un día de pesca con pacúes.
" id="1135047-Grande-1059537989_embed">
Hombres wichis regresan de un día de pesca con pacúes.

Los árboles, otros de sus hermanos sagrados, eran tan generosos que doblaban sus ramas por el peso de los frutos como el algarrobo y el mistol, que formaban parte de la comida diaria y con esos manjares ya nada más hacía falta. Ni ropa para cubrirse, porque el calor es tal que solo en el breve invierno requería de la piel de algún animal que antes sirvió de alimento.
El entorno era algo así como un paraíso, uno más de los tantos que en el mundo ofrece la Madre Tierra. Los chaqueños tampoco necesitaban casas: unas cuántas ramas de alcocha (un tipo de pasto resistente) era más que suficiente para guarecerse de alguna lluvia intensa. Se quedaba solo un tiempo porque su mandato ancestral le dictaba cuándo debía cambiar de lugar en busca de más alimento hasta que el lugar donde había permanecido por algún tiempo se renovara a sí mismo para volver a ofrecerle una y otra vez, en ese círculo perfecto y virtuoso de la naturaleza. .
Incorporados al trabajo
En una oportunidad y desde el ingenio San Martín del Tabacal, José Rivero y Santiago Jándula llegaron en búsqueda de mano de obra para el ingenio azucarero. Santa Victoria, Santa María, Misión La Paz y El Palmarcito estaban poblados de familias de aborígenes; desde Bolivia cruzando el Pilcomayo a territorio argentino llegaban los chulupíes, los tobas y los matacos. Y lógico fue que fueran a verlo a Ferreyra para que los orientara hacia el Chaco salteño y moverse en una región tan vasta y difícil para quien no la conoce.
Con el paso de los años se hizo una costumbre que los indios llegaran a Tartagal en mayo para tomar el tren hacia el ingenio y regresaran promediando diciembre. Antes de partir, Ferreyra los esperaba en una "sachapera", un refugio de madera que tenía en el kilómetro 6, al este del pueblo y cuya comunidad adoptó el nombre. Llegaban con sus mujeres, sus hijos y hasta con sus perros o algún animalito, porque en su cosmovisión todos forman una sola familia.
Don Andrés les entregaba la ropa que los contratistas traían para repartir. Pantalón, camisa y alpargata para los hombres, "tipoy" (túnica atada a la altura de los hombros) para las mujeres. El cacique recibía calzado y un sombrero de alas grandes y así se lo distinguía entre el resto. En el mes de mayo, entre 500 y 600 aborígenes llegaban a la explanada del ferrocarril Belgrano en Tartagal y llenaban más de 10 vagones. Así partían cada año hasta el ingenio. Luego volvían felices a su casa y además traían dinero, linternas, machetes, algo de comida, algunas bicicletas, otros traían rifles y un poco de ropa que habían comprado con la paga. En la estación los estaban esperando dos o tres camiones viejos de propiedad de algunos pobladores de aquella época como Saavedra, Benítez, Moreno o España y partían hacia la vera del Pilcomayo, mientras saludaban a Ferreyra que los miraba pasar.
Admiración y respeto por las etnias del Chaco salteño
A Andrés Ferreyra la vida no le dio la oportunidad de estudiar en la universidad, pero su curiosidad primero, y el respeto por una cultura distinta y apasionante después, le proporcionaron un conocimiento tan amplio sobre las etnias aborígenes de la región que disertó en la Universidad Nacional de La Plata. Quienes lo conocieron aseguran que sabía más de los indios que lo que hoy conocen sus propios descendientes. Entendía los dialectos, se comunicaba con facilidad con ellos y llegó a conformar quizás el único museo antropológico del país con los elementos que utilizaban: utensilios, pipas, artesanías, redes de pesca y los más variados elementos conforman ese verdadero tesoro antropológico que quedó para su hijo Andrés, tan apasionado como él por la cultura aborigen. Don Ferreyra tenía un fluido contacto con los “lenguaraces”, aquellos indios que manejaban el dialecto de varias etnias.
Entre sus pertenencias guardaba hojas de una particular especie de grandes hojas que los indios recogían en el monte con los que cargaban sus pipas con boquillas de fibra de chaguar como filtro.
Julio Andrés Ferreyra murió en 1979, pero además del aporte que hizo al conocimiento sobre los indios de la región, con quienes convivió por años, impulsó también el proyecto de ley para la creación del departamento General San Martín, por lo que su nombre no quedará en el olvido.




PUBLICIDAD
PUBLICIDAD