Laberintos humanos. En el dolor
La turba de los Varela aceleró sus motocicletas. Al frente iba la que manejaba Pablo con Carla Cruz a la grupa, sorteando acequias y cerrando curvas conforme lo mandaba el camino. No seguían a nadie ni guerreaban, sólo corrían con un vértigo que no cesaba, hasta que en algún momento se detuvieron.
Pablo se apeó, se sacó el casco y se arrodilló para taparse la cara. Tanto andar no le mermaba el dolor por la pérdida de su hermano y de Esteban Franco. Levantó los ojos hacia ella. Ella lo miró expectante: no lo sabía, se disculpó. En el fragor del combate, Carla Cruz había matado a Pedro y a Esteban.
Pablo sabía que no había sido esa su intención, que no podía imaginar que se habían unido a los Varela tras combatirlos entre las ruinas de hierro y vidrio de Huichaira. Eran las últimas tres personas que esperaba ver en esa bárbara montonera motoquera, pero para Pablo eran la memoria de su hermano y de su amigo.
Años anduvieron separados Pedro y Pablo desde que su madre se viera obligada a separarlos en las playas del Brasil. Cada uno de ellos, en tiempos de la guerra por la independencia, pelearon en lugares insólitos y sobrevivieron vaya a saberse por qué, sólo para encontrarse ya grandes una tarde cualquiera, y en una hora inexplicada de sus vidas aparecieron en ese tiempo otro en el que la conocieron.
Mirar hacia atrás, hacia ese Santiago de Felipe Ibarra donde acaso la mirada del basilisco los llevó varios siglos hacia el futuro, le daba un vértigo que se multiplicaba al saberse solo ya, muerto su hermano.