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Laberintos humanos. El boliche
El Abuelo Virtual les contaba a Carla Cruz y al Varela sobre ese boliche extraño al que había entrado en esa primera noche de ciudad de su lejana juventud. Les habló de lo sorprendido que estaba de que las mujeres usaran el cabello tan corto como los varones, de esas ropas rotas que sin duda eran una moda y de las pieles tan blancas.
Pero nadie sospechó que yo fuera uno de ellos, les dijo, sino más bien que buscaba trabajo. Así fue que, en vez de marchar por esa pista de luces superpuesta y poco iluminadas, fui tras la barra a la cocina y me pusieron a lavar platos. Cuando se hizo de día, yo no vi el sol como se lo puede ver en estos pagos, y me indicaron donde podía echarme a dormir.
Del otro lado de la barra, los clientes también parecían haberse echado en los sillones, bajo alguna mesa, tras alguna mampara. La fiesta parecía sólo querer descansar porque no toleraba las primeras horas del día. Nadie parecía necesitar irse porque allí tenía todo: bebidas, sexo, música. Y yo que acababa de bajar del ómnibus con mi bolsito y mis pocos años.
Después me sucedió algo extraño: un joven de aquellos de pelos amarillos mal cortados y alfileres en la nariz y el cachete, pensó y dijo que mi ropa era lo más y sugirió cambiarla por la suya. Lo mío no era sino ropa de segunda mano traída de Villazón, pero no me pareció bien decírselo porque me llamaban la atención sus pantalones de cuero y su camiseta brillante. Y cada quien ya con la ropa del otro, nos sentamos a conversar ante una mesa demasiado baja para mi gusto.