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Laberintos humanos. De regreso al pueblo
El hombre salió de la casa con tres perros de distintos colores horribles cuando se topó con Armando, que era joven y no sospechaba que llegaría a ser el Abuelo Virtual, y le preguntó qué hacía. Regreso a mi pueblo, le dijo Armando y se sorprendió de su propia respuesta.
No le sorprendió al hombre, que lo invitó a pasar. Desde la puerta ascendía una escalera que llevaba al primer piso, donde debía estar la sala que producía el murmullo que, cayendo por el balcón, había cautivado al joven Armando, y el hombre le dijo que llevaría a los perros a la plaza y regresaba.
Armando subió por las escaleras de un mármol gastado por miles de pisadas, de un mármol viejo, sucio y cansado, y en el primer piso dobló contra una baranda que llevaba desganada hasta la puerta de la sala. Allí había una mesa ovalada a la que estaban sentados diez o doce hombres discutiendo acaloradamente.
No peleaban. Sobre la mesa había planos dibujados con extrañas figuras, y los hombres opinaban sobre la viabilidad de cada uno de esos planos. Tan interesantes debían ser que nadie reparó en su presencia, y Armando se quedó cerca de la puerta hasta que regresó aquel que saliera con los perros colorinches.
¿Nadie le ofrece un té al compañero?, les preguntó a los otros que recién se daban cuenta de su presencia. Uno se puso de pie para ofrecerle su silla y otro movió la palanca que activaba el extraño mecanismo que hacía descender una tetera, cuya agua hervida mojaba un terrón de azúcar prendido de un alfiler para llenar, luego, una taza.