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Laberintos humanos. La víctima
Meciendo la cola como un perro feliz, dando saltitos cortos como quien preludia toda una fiesta, un disfrazado se acercaba rojo como el atardecer, y vimos ponerse de pie al hombre que nos dijera que debía asesinar a quien admiraba, y supimos que, ignorando el por qué, la víctima era el diablito del carnaval.
Con el diablito, lo sabíamos, se iría también la alegría de un pueblo que era el nuestro, quien sabe cuántos romances y noches memorables, recuerdos entrañables para el resto de la vida, memorias que sólo se acabarán en el lecho póstumo e instantes fugaces, pero también felices. Todo ello se terminaría si ese hombre cumplía la condena.
Armando lo tomó del brazo y le preguntó por qué, y el hombre se volvió para a su vez preguntarle si no era terrible que alguien festejara si en alguna otra parte sucedían cosas atroces. No les hablo, nos dijo, de las guerras, las hambrunas y las prisiones injustas, sino que me pregunto si acaso hay derecho a estar alegres cuando sabemos que en otro sitio llora un niño.
Y mientras esperaba nuestra respuesta con ojos sinceramente alucinados, Armando le respondió que tampoco era justo que la decisión de uno sólo le prohíba la alegría a muchos. Porque, con tanto dolor como usted reconoce que hay en la humanidad, ¿ no cree que tenemos derecho a alegrarnos un poco?
El hombre sonrió ante sus razones, pero diciendo que el dilema se resolverá con las armas, sacó un cuchillo que llevaba amarrado al cinturón y saltó frente al diablito, advirtiéndole que la pelea era a muerte.