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Laberintos humanos. Esperando el horror.
Pasaron los años y, como le venía sucediendo desde niño, Tristán Quispe no podía carnavalear aunque lo deseara con toda la fuerza de su alma. Ya era el padre de una hermosa niña que le pidió un traje de diablita para la fiesta. Tecú se lo compró en Villazón, esperando a cada paso que sucediera algo que lo marginara de la alegría de su pueblo.
Pero le compró la pollerita roja, la máscara y la capa y regresó a Tilcara para darle el regalo a su niña. Su esposa preparaba el resto de la fiesta, y Quispe temblaba pensando en qué artilugio encontraría el destino para detenerlo, pero no pasaba nada. ¿Sería una desgracia enorme? El pobre hombre esperaba nervioso el desenlace.
Estaba más ansioso de saberlo que ustedes de leerlo en estos Laberintos, y caminó junto a su esposa y su hija hasta el mojón. No pasaba nada. Nada le impedía llegar hasta esa apacheta de piedras enfloradas ya, chayadas de harta cerveza, con los alegres temblando de deseo por comenzar la fiesta.
Y ya a tres metros del Carnaval, cuando el presidente de la comparsa se disponía a desenterrar el diablito, Tristán Quispe descubrió que ya era él quien no tenía el menor interés en vivir la fiesta, menos por resignación que por entender que era ese su destino, alzó los ojos y vio como el muñeco rojo era alzado entre estruendos y aplausos.
Las trompetas explotaron sus sones, los cuerpos se mecieron al compás y, justo la vez que no lo deseaba como lo había deseado desde niño, Tristán Quispe, alias Tecú por sus siglas, carnavaleó como cualquier otro tilcareño.