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Laberintos humanos. La rutina de las medias
Todos sabían que el marido de la Aurelia había perdido su sueldo jugado a la loba y que por eso no volvía a su casa, de donde faltaba hacía más de una semana larga, tanto como duraba el silencio de su esposa, que no decía nada por vergüenza y por ser la única que lo ignoraba.
Cada tarde, como el hombre era obsesivamente prolijo en eso de no usar dos días las mismas medias, entraba por la ventana del fondo para buscar del cajón de la cómoda un par nuevo, y lo hacía cuando la Aurelia salía como si nada faltara de su rutina marital. Entraba saltando la pirca de la casa del Adalberto y volvía por el mismo lado para que no se lo viera en la cuadra.
El asunto le venía a la Aurelia al dedillo, porque así lavaba las medias sucias que su marido dejaba, y las colgaba en la soga de junto a la puerta para que todos las vieran y nadie sospechara su ausencia ni dijera nada, hasta que la Robustiana, sólo por vengarse de aquella vez que la Aurelia ventiló en las radios del pueblo un asunto turbio de su cuñada, robó las medias con una caña desde el terreno baldío lindero.
¿Por qué hoy no tiene colgadas medias de su marido?, le preguntó la Robustiana a la Aurelia con una sonrisa tan ancha que no le entraba en la cara. Fue entonces cuando la Aurelia se volvió para ver la soga inmaculada, sin medias colgadas ni cosa alguna, salvo un repasador blanqueado con lavandina, y se quedó por primera vez en su vida sin palabras.
Y ese silencio, que para la Robustiana fue sumamente placentero, para la Aurelia duró una eternidad.