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Laberintos humanos. Palabras veraces
Después del quince de Anaclara, todo Tilcara habló de la extraña sinceridad de Luisa y de Luis. Acaso alguien se acostumbró, alguna vez, a sus palabras veraces, pero es cierto también que empezaban a ser un incordio. Pocos eran los que no cruzaban de vereda al verlos llegar por temor a recibir alguna de sus certezas.
Es cierto, dijo el párroco en un misa, que la verdad es una virtud y que es mejor que la mentira, pero también es cierto que no hay motivo para andarle diciendo a todo el mundo lo que se cree que es verdadero, primero porque nadie es dueño de la verdad y segundo porque no es necesario decirlo.
Pero las palabras del cura, que atendían a educar en la humildad a todos sus feligreses, incluyendo a Luisa y a Luis, no eran repetidas por todos los vecinos, que en esos años eran pocos, sobre todo porque temían que, de decirlo, provocaran a que Luisa y Luis se vieran motivados a decir alguna verdad que se prefería ocultar.
Así fue cómo Luisa y Luis, creyendo que lo suyo era una misión más que un vicio, se establecieron en medio de la plaza, que por entonces no tenía puestos de artesanías, deteniendo a quien pasara, que cada vez fueron menos, para enrostrarle alguna verdad que sin duda conocía, aunque no era conocida por todos.
Los más pérfidos entre los tilcareños de entonces les acercaban chismes sabrosos para que divulgaran, convirtiendo sus socráticas presencias en un novedoso medio de comunicación que nadie quería escuchar cuando se trataba de sí mismo, pero que todos apreciaban cuando se hablaba de otros.