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Laberintos humanos. Siguientes comentarios
Les contaba ayer que Natalia Vertrice, nieta de una discípula decepcionada de las enseñanzas del teósofo Atanael Rostopoff, nos permitió la lectura de los papeles de su abuela. De ahí es que conocimos la vida de don Eustaquio Cieneguillas, campesino que contradiciendo las corrientes migratorias de entonces, llegó a estas tierras desde el sur.
Cieneguillas dicen que era bajo pero de un humor muy refinado. Dicen que llegaba a la vejez ya sin descendencia cuando del cerro bajó una mujer preguntando por él, le dieron su dirección, lo visitó y le dijo nomás que era su hija. Difícil, dijo don Eustaquio, desde que no he tenido nunca comercio carnal con ninguna mujer.
Pero la señora, que tampoco era joven pero era menor que él, le dio los datos precisos de la que decía ser su madre, doña Anunciación Prietes, mujer que nació, se crió y murió en Las Ánimas, sin haber dejado jamás los límites de ese valle. Eso juega a mi favor, dijo don Cieneguillas, que si ella nunca salió de allí yo nunca llegué tan lejos.
Mi madre habla de cierto lunar que usted tiene en el muslo, le dijo dibujándolo en un papel que dejó bajo custodia del entonces juez de paz, para luego exigirle que se bajara el pantalón, les mostrara la pierna y, para asombro de todos, se lo vieran. Yo soy el más sorprendido de todos, dijo el Eustaquio ante la voz desaprobatoria de los testigos.
Ante la certeza de un dato tan íntimo, don Eustaquio se vio obligado a darle el apellido de Cieneguillas a la hija de Anunciación Prietes, sin saber todo lo que eso implicaba.