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Laberintos humanos. Capa marrón
El juez Pistoccio, ante los ojos del Neonadio, pasó su dedo índice por la página del libro de poesía que había sacado de la biblioteca, y que había abierto al tiempo que hablaba de la obligación de los caballeros andantes de enamorarse, llorar sus amores y escribir en verso esas desgracias, cuando la biblioteca de pesada caoba se movió como presa de un temblor.
El juez caminó hacia el túnel de piedra que se extendía tras la pared de la biblioteca, y tras andar algunos pasos se volvió para pedirle al azorado Neonadio que lo siguiera. Pistoccio sacó de la pared una antorcha que pendía de dos abrazaderas de bronce con forma de alas de murciélago, la encendió como quien prende un cigarro y, ya iluminados, comenzó a descender por escaleras de piedra.
El sótano se ampliaba al llegar al último escalón. Pistoccio descorrió unas cortinas negras tras las que había una capa marrón como sotana de franciscano, una espada con su funda colgando de un clavo y, en un nicho pequeño, una botella de cognac con dos copas, que sirvió para extenderle una al Neonadio.
En la pared colgaba una fotografía del poeta español de barba blanca que le había contado a Neonadio las aventuras del Quijote, algo más allá otra postal en la que el poeta y el juez jugaban al golf fumando habanos gruesos, y mientras Neonadio miraba las fotos, Pistoccio se calzó la capa y se ciñó la espada, la desenvainó y lanzó su filo al aire, probando el pulso.
Neonadio concluyó que el juez estaba loco pero que no tenía más chances que seguirlo, ni lugar adonde ir.