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Laberintos humanos. La tarde del domingo
Cuando Neonadio concluyó que el juez estaba loco, pero que no tenía otra alternativa que seguirlo, el magistrado lo guió hacia un garaje en el que descansaban dos motocicletas. Tomó de un clavo en la pared dos llaves, le tendió una, se sentó en su motocicleta con la extraña capa de monje franciscano y la espada al cinto, y al tiempo que Neonadio hacía lo propio, se alzó la puerta.
El garaje daba a la base de la loma sobre la que se alza Ciudad de Nievas, y al salir nomás tomaron por la Lavalle rumbo a la plaza San Martín, donde un muchacho no paraba de gritarle a una anciana. Ignoraban el motivo de su odio pero no importaba saberlo para deducir de qué lado estaba la justicia de los caballeros andantes, se apearon de sus motos y de manera calma, aunque con la punta de la espada en el pecho del muchacho, el juez le ordenó que cesara el escándalo.
Neonadio no sabía en qué momentos el juez Pistoccio tuvo la máscara negra cubriéndole el rostro, pero le pareció propio y le hizo caso cuando Pistoccio le señaló con la cabeza la vereda de enfrente, donde un hombre alzaba la mano contra una mujer, que parecía ser su esposa. Neonadio corrió hacia ellos, le tomó al hombre la muñeca y le exigió, para sorpresa de la azorada mujer, que le pidiera a la dama disculpas de rodillas.