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El azaroso viaje de las palabras de antaño

Sabado, 09 de diciembre de 2017 00:00
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Una de las dificultades en las tierras americanas para las comunicaciones fue la lentitud de los transportes que recorrían la extensa geografía del continente.

Un modo de superar este inconveniente fue recurrir a un sistema de correo novedoso: el chasqui (voz quechua: postillón, correo, persona de relevo).

Esta innovación indiana tenía antecedentes precolombinos. El Inca Garcilaso de la Vega, autor de los minuciosos "Comentarios Reales de los Incas" (publicado en Lisboa en 1609, magnífica edición realizada por Pedro Crasbeeck y dedicada a la princesa Catalina de Portugal), ha dejado una descripción de los correos pedestres que realizaban verdaderas maratones a lo largo del Tahuantisuyo, llevando en la memoria las noticias, y en sus carteras de cáñamo los quipus de las contabilidades.

El chasqui precolombino

Estos jóvenes diestros y preparados físicamente desde temprana edad, para que pudieran realizar su oficio correctamente, debían conocer perfectamente cada uno de los caminos y sus atajos y eran diestros nadadores. También eran capaces de realizar sus labores durante las noches si esto fuese necesario. Los chasquis habitaban a la vera del camino del Inca, remota y primitiva peatonal pavimentada con loza en grandes trechos, y que se extendía desde el sagrado Cuzco hacia las cuatro grandes regiones del Tahuantisuyo alcanzando las llanuras del Tucma (Tucumán) por el sur y los nevados de Quito por el norte.

El chasqui era mensajero personal del inca, hijo de curaca, persona de absoluta confianza del incanato. Llevaba siempre un pututu, trompeta de caracol para anunciar su llegada y alertar a su relevo. Sus armas eran una porra, una huaraca y una vara. En su cabeza portaba un penacho de plumas blancas a modo de identificación visual. De su pronta información dependía la observancia de las órdenes del inca: suspensión de una acción bélica, el apresto de refuerzos o la rendición de cuentas.

Recorrían los extensos caminos construidos por el Estado inca a través de un sistema de postas denominados tambos, sitio habitado por los chasquis, consistían en puestos construidos en piedra y ubicados a distancias regulares, lugar en que se relevaban unos a otros para repetir a su vez las noticias. Cuando Pizarro merodeaba por las costas, supo el inca muy rápidamente que hombres extraños andaban por allí, y lo interpretó según los mitos que presagiaban la aparición de una estirpe desde el mar.

El chasqui fue el receptor del saber ancestral, recibido de los amautas (sabios ancianos), para ser entregados a los nuevos relevos, y así transmitir los conocimientos de forma hermética, a fin de preservar los principios de la cultura andina. Los españoles quedaron impresionados de la eficiencia del sistema de chasquis que se mantuvo en el Virreinato del Perú.

Pedro Cieza de León, el "príncipe de los cronistas españoles", en su "Crónica del Perú" (publicada en Sevilla en 1553) había escrito: "Los incas inventaron un sistema de postas que era lo mejor que se pudiera pensar o imaginar, las noticias no podrían haber sido transmitidas a una mayor velocidad que con los caballos más veloces".

El chasqui colonial

El chasqui colonial no fue corredor sino jinete, y los tambos se transformaron en postas, cuando llegó a haberlas; antes se aposentaban en las haciendas usando del privilegio concedido por real cédula. El cuidado de caballos de refresco era su principal cometido. En los tiempos del virreinato, la Real Ordenanza de Intendentes (1782 Imprenta Real de Madrid) de Carlos III, en su artículo 60, mandaba a los jueces y subdelegados la obligación de reparar los puentes y componer los caminos públicos. También demandaba para mayor comodidad de los pasajeros, la señalización colocando "tarjetas", con maderos fijos, en la unión de los caminos, para transitar con "noticia segura" y sin recelo de extraviarse, e indicando si dichos caminos eran para herradura o para carruajes. Del chasqui colonial se esperaba condiciones de resistencia, fidelidad, responsabilidad, reserva y una mente despejada. Por supuesto, a esto debía sumarse, imprescindiblemente, destreza en la montura, pericia en la técnica del viaje propiamente dicho, conocimiento del terreno y habilidad para interpretar las huellas. O sea que debía reunir las cualidades de baqueano y rastreador.

Este chasqui no solo transportaba correspondencia, sino también dinero. Los mensajes importantes y secretos eran confiados a su memoria y a su inquebrantable reserva, más merecedora de fe que los pliegos lacrados. Estos podían ser violados por enemigos o por indios maloneros; la fidelidad del chasqui, nunca.

La lealtad de Leiva

Los hermanos John y William Parish Robertson, viajeros ingleses que visitaron el Río de la Plata a principios del siglo XIX, en su "Cartas de Sudamérica" (1843) nos dan cuenta de una descripción de uno de estos seres anónimos pero indispensables. Se trata de Leiva, un correo que unía localidades de la actual provincia de Corrientes. "Leiva era un hombre formal, grave, imperturbable. Nunca parecía estar apurado y era al mismo tiempo el más exacto de los mensajeros. Funcionaba como máquina jamás descompuesta, era exacto a la manera de un reloj. Viajó con tiempo bueno y malo, llevando consigo, no solamente la correspondencia sino monedas de oro en gran cantidad. Viajaba solo, en una distancia de 150 millas y nunca perdió una carta ni tuvimos un momento de inquietud por la suerte del dinero que conducía”. 

Otro testigo comenta las virtudes del viejo correo de su localidad, que conocía a las familias principales de la misma y “de cuyos secretos fue leal depositario en más de una ocasión. Nadie era capaz de detenerlo en el cumplimiento de su deber. Los habitantes del campo le reconocían desde lejos, entre los remolinos de polvo que alzaba en su precipitada marcha; y cuando tenían necesidad de sus servicios le salían al encuentro; satisfecha la curiosidad o anotado el pedido en la tela maravillosa del cerebro, seguro que ya no lo olvidaría jamás, encendía un cigarrillo, apretaba la mano de su interlocutor, hincaba la espuela al caballo y volvía a emprender viajes”.

Pero además de estos correos, utilizados para sostener el ritmo de la vida comercial, social y política en los tiempos virreinales, existían otros dedicados a menesteres menos sustanciales. Cualquier dama, ironiza un testigo de la vida de la Lima del siglo XVIII, tenía una docena a lo menos de correos y postas, y no había señora que no despachase al día tres o cuatro extraordinarios a la casa de sus parientes o conocidos, sólo con el fin de saber si habían pasado bien la noche, si al niño le habían brotado los dientes o si a la ama se le había secado la leche y otros aspectos de la vida cotidiana. Estos correos urbanos e interurbanos, en todo el territorio hispanoamericano, vinieron a representar el instrumento de la necesaria comunicación intrafamiliar y en ocasiones fueron portadores de los suspiros y promesas amorosas.

El correo criollo

El correo en tierras del Río de la Plata realizaba la distribución de correspondencia con bastante regularidad y, pese a leguas y desiertos, eran generalmente puntuales en su llegada. El correo de postas recibía las cartas en una maleta que se ataba a la grupa del recado del guía. Tenían el privilegio de exigir caballos frescos a cualquier hora del día y de la noche, y de galopar en las calles de las ciudades. Los correos usaban chaquetas cortas, generalmente rojas, y tanto su llegada como su partida eran anunciadas en Buenos Aires por un postillón, que hacía sonar una corneta de cuero. 

Al llegar a los distintos destinos, se exhibía en la oficina una lista de las cartas recibidas, las que eran entregadas sin averiguar la identidad del solicitante y previo pago del franqueo necesario. 

Cabe mencionar la nutrida correspondencia que circuló en nuestros territorios entre los hombres que forjaron la Independencia de la Patria, y que a bordo de veloces corceles eran portadoras de la jubilosa noticia de las batallas ganadas, como así también de las derrotas infringidas por el adversario realista. Oficios, circulares, decretos, bandos, epístolas personales, dan cuenta de la marcha de las acciones bélicas y de las aspiraciones de un conjunto de hombres que cifraban en la victoria el curso de los acontecimientos que alumbrarían a nuevas naciones. Es imprescindible la lectura de este rico corpus documental para interpretar la épica de la gesta emancipadora hispanoamericana y la magna obra de sus protagonistas.

La oficialización del correo

Los efectos de la batalla de Caseros, del 3 de febrero de 1852, operaron sustanciales transformaciones en los diferentes espacios de la vida nacional. La sanción de la Constitución Nacional implicó una nueva organización en todos los estamentos de la vida ciudadana. No fue ajeno en este nuevo paradigma de construcción del Estado, la forma de comunicación, quedando abolidas las formas personales de prestación del servicio de correos. 

En la presidencia de Justo José de Urquiza (1854- 1860) se revierte el sistema de entrega de información. El presidente impulsa los medios de transporte con el establecimiento del servicio de mensajerías por decreto de 8 de junio de 1854. La “mensajería” es un vehículo ligero tirado por caballos, provisto de comodidades para los pasajeros y los equipajes. En viajes semanales, con itinerarios fijos y en tiempos muy reducidos la red de mensajerías liga a todas las provincias, arrancando de la ciudad de Rosario. La empresa concesionaria, Rusiñol y Fillol, se sujeta a un reglamento particular, vigilan su observancia inspectores oficiales simultáneamente con el servicio de correos. 

En territorio de Buenos Aires, se organiza la Mensajería del Sud, con base en la Estación Colina del Ferrocarril del Sud, la que une las carreras de Coronel Pringles y Olavarría. Este emprendimiento comercial era de Charles A. Charmey. Encontramos publicado el aviso de su oferta de servicios con indicación de días en que operaba en el diario El Cronista (15/5/1865), y en The Buenos Aires Herald (23/9/1896). A pie, de a caballo, en simples carruajes, la palabra oral o escrita, evidencia la necesidad de comunicarse, de difundir ideas y pensamientos, rasgo intrínseco al hombre. Esas palabras construyeron historias particulares y anónimas como también la historia oficial.

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