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Francisco Sotelo, fsotelo@eltribuno.com.ar
Salta viene viviendo un verano notablemente violento. Lo suficiente como para abrir los ojos, hacer un balance, evitar las respuestas de ocasión o las edulcorantes y medir la magnitud de la crisis social.
Hubo asesinatos particularmente sanguinarios.
Todos lo son, pero el de Julio Eges, de 23 años, muerto el 18 de febrero a puñaladas en barrio Unión, en forma alevosa y despiadada, pone en el tapete la gravedad de las rivalidades barriales pero, tal como lo deja entrever el informe de la página de los fiscales salteños, insinúa otros conflictos, vinculados al delito y de los que Eges se convierte en víctima. No debería ser una víctima más.
En los mismos días, seis policías fueron heridos en barrio Solidaridad al intervenir en diversos incidentes en los que se entremezclan la violencia familiar, las rencillas locales y, por supuesto el alcohol y el narcotráfico.
Ninguno de los agresores se encuentra detenido.
Muy cerca de allí, entre los barrios Primera Junta, Santa Mónica y Sanidad, los vecinos y la policía se unen para patrullar las calles, cansados de robos y agresiones que nacen de esa violencia social que desafía a las estadísticas y al Estado.
El 8 de febrero, el homenaje al General Gemes se transformó en una batalla campal que, en varios capítulos, dejó como saldo una activista en favor de los derechos de los caballos y un carrero que se sumó a la defensa del derecho de un millar de familias a sobrevivir vendiendo con los carros.
No solo al Estado se le escapa la dimensión de las necesidades; también la nueva representación social, ambientalistas, naturalistas, y otros de similar perfil, desarrollan acciones en las que no miden el dato que hoy todos conocemos: la pobreza, la exclusión y el deterioro laboral que crecen desde hace cuatro décadas al amparo del desorden económico.
Ninguno de estos episodios causó, sin embargo, tanto estupor como la muerte de Andrea Neri, asesinada dentro de la cárcel de Villa Las Rosas por su pareja, quien ya tenía antecedentes de femicidio dentro de otra prisión.
Ni el Ministerio de Justicia ni los sucesivos jueces de ejecución de sentencia ni el servicio penitenciario se ocuparon nunca de desarrollar un protocolo para evitar muertes como la de Andrea.
Queda la sensación de que la violencia siempre les gana de mano a los funcionarios.
El infierno en casa
“La violencia está naturalizada”, sostienen las directoras del CIC de Unión, Lía Macías, y de Solidaridad, Daniela Castillo. Ambas dirigentes sociales interpretan que los episodios que se vienen produciendo son tomados como “historias viejas”. No obstante, salta a la vista que hay hechos más recurrentes ahora que antes.
En materia de violencia de género y violencia familiar en general, los casos se multiplican. A simple vista, en siete de cada diez casas de los barrios se producen episodios. Y aunque el fenómeno atraviesa todas las clases sociales, adquiere matices muy particulares en barriadas donde están generalizadas la maternidad adolescente, la presencia de madres de muchos chicos, de distintas parejas, con empleo precario y absolutamente dependientes del asistencialismo y el clientelismo: los planes sociales.
Lía y Daniela también coinciden en señalar que las víctimas de la violencia doméstica son, en general, mujeres, y puntualizan que no se atreven a radicar denuncias por diversas razones. Dos son recurrentes: la dificultad para encontrar respuesta de funcionarios y magistrados, y el sometimiento psicológico frente al golpeador.
El año pasado, el Observatorio de Violencia contra las Mujeres desarrolló un minucioso informe, en el que puso de relieve la enorme dificultad para lograr una información detallada y precisa sobre la cantidad de casos y, especialmente, sobre las características de cada uno.
Esa falta de especificación dificulta la “trazabilidad” de la violencia, es decir, cierra las puertas a la prevención.
Una encuesta sobre 194 mujeres, desarrollada en Centros de Integración Comunitaria y mencionada por el Observatorio, arroja que el 56% de ellas sufrió violencia de género, las violencias física, psicológica y sexual aparecen como las más recurrentes y solo el 7 por ciento de las entrevistadas considera que el Estado se ocupa con eficiencia.
Las razones de la violencia de género son un misterio, pero el 29,7 por ciento de los femicidas salteños son exparejas, y el 20 por ciento, concubinos o cónyuges.
Las crónicas de este verano, particularmente violento, coinciden con las proyecciones de las encuestas publicadas recientemente por la Universidad Católica de Salta y por El Tribuno, en las que la inseguridad, en narcotráfico y las muertes por desnutrición se revelan como las mayores angustias en los barrios de Salta.
“No es bueno que nos estemos acostumbrando a la violencia”, coinciden también Daniela Castillo y Lía Macías, desde sus lugares de referentes.
Una recomendación que llega desde el corazón de la crisis.